sábado, 10 de octubre de 2015

DESDE BUENOS AIRES A SANTA FE - LA HISTORIA DE LOS PRIMEROS POBLADORES IRLANDESES (alegoría)

LOS O'DWYER

'Norah, dear Norah, I cant live without you,
What made you leave me to cross the wide sea
Norah, dear Norah, oh! why did you doubt me
The world seems so dark and so drearly to me?
Why from old Ireland have you been a ranger
Why have you chosen the wide world to roam
Why did you go to the land of the stranger,
And leave your own Barney alone, all alone?'


James O’Dwyer nació en Morristown, Condado de Westmeath en 1820. Llegó a la Argentina en 1845 con su madre y cuatro hermanos menores, de los que se hizo cargo tras la muerte de su padre en alta mar. En 1860, en Suipacha, contrajo matrimonio con Elisa Nolan, que nació en Milltown, Condado de Kerry, y tuvieron tres hijas: Clare, Rose y Josephine.

James se había forjado un buen pasar, y aunque logró hacerse de unas 500 hectáreas entre las propias y la herencia de su esposa, trabajaba de mayordomo en una de las estancias más extensas de la familia Gaynor en la Provincia de Buenos Aires, mientras que sus hermanos se ocupaban de la propiedad familiar bajo la tutela de la señora O´Dwyer. Conocedor de la actividad ganadera, era un experto en la cruza de razas ovinas, experiencia que le sirvió para hacer lo propio con las bovinas, cuya calidad mejoró considerablemente en pocos años, habilidad que le reconocieron los Gaynor.

Hombre capaz y trabajador; era un tipo de gran vitalidad, aunque la serenidad fue siempre su principal adversaria. Inquieto y emprendedor, amable y servicial, pero de un temperamento revoltoso. No hacía falta darle mucha “manija” para que rápidamente engranara ante cualquier contratiempo. Tal vez esa fogosidad haya sido la causa de algunos roces que tuvo en la vida.

Sus tres hijas ingresaron a la Congregación de monjas irlandesas “Sisters of Marcy”, pero solamente Rose, la del medio, había renovado sus votos. Clare, la mayor, abandonó los claustros cuando se agudizaron algunas pesadillas que le alteraban el sueño, lo que obligó a Mother Honoria, la Superiora, a sugerirle que se tomara un tiempo para meditar sobre su verdadera vocación. Consecuentemente sus padres la enviaron a descansar una temporada en la casa de sus tías Bess y Molly Brett en San Antonio de Areco, donde seguramente serenaría su espíritu. Fue la Hermana Superiora quien impuso a los padres de la novicia las razones de la medida. Las dudas que asaltaron a Clare sobre su vocación religiosa mellaron el orgullo de la madre, que no pudo asimilar la deserción. En contraposición, el padre parecía tener otro punto de vista sobre el asunto, aunque no lo manifestaba. Él estaba orgulloso de sus tres hermosas hijas, y más tarde se alegró mucho cuando le chimentaron que Clare había entablado amistad con Tommy Ryan, único heredero de unas 600 hectáreas en la zona de Arrecifes.

A pesar de haberse formalizado el noviazgo de su hija con el joven Ryan, no todo marchaba como lo deseaba James. En tren de hacer averiguaciones, se enteró que el padre de su pretendido yerno, old Thomas Ryan, con sus setenta y pico a cuestas, no gozaba de buena salud y que su esposa Norah (que declaraba tener cincuenta, pero en realidad eran cincuenta y cinco) lucía bella y saludable. Esto lo llevó a no distraerse y prevenir que no se diezmara la herencia del candidato de su hija. Una de las causas que podrían alterar la situación, y que comenzó a inquietarlo sobremanera, era el enjambre de pretendientes (“a junk of  fools” los tildaba James) que merodeaba la residencia de los Ryan, ante la pronta e irreversible viudez de la señora Norah. Este hecho, de concretarse, reduciría considerablemente la herencia, si a la virtual viuda se le antojara formalizar segundas nupcias. Y aunque él sabía que no se podía hacer nada al respecto, estaba decidido a forzar el aislamiento de la mujer de todos aquellos desfachatados calentones.

Entonces su imaginación se llenó de fantasmas; se ponía furioso cuando veía cómo los Kehoe, los Furlong, los Helliff y hasta Pat Murray, ese tacaño solterón dueño de 300 hectáreas, se desvivían por atender a la bella señora Norah. En cada gesto, en cada acción de aquellos pillos, veía intereses mezquinos, sin advertir que era su propia avaricia la que nutría su imaginación. Los números que James guardaba secretamente en su cabeza, y que no se atrevía a manifestar, no eran descabellados, eran simples cálculos matemáticos que reflejaban la realidad y pronosticaban que, de seguir este camino, su hija terminaría siendo la esposa de un puestero.

Dios, que no le había dado hijos varones, lo había compensado con estas tres hijas, a las que no cambiaría por todo el oro del mundo. "I want the best for my Queens" -decía, como buscando un justificativo a sus obsesiones que ronroneaban su alocada cabeza.

James visita a Thomas Ryan

El día que James visitó a su futuro consuegro, lo atendió Jacinta Quiroga, la ama de llaves, una mujer criolla que había nacido en la casa de los Ryan, donde adquirió los modales refinados y el “brogue style” inglés de los Ryan. La joven mujer de tez morena y ojos verdes lo condujo hasta la sala de estar donde lo acomodó en un confortable sillón frente a la chimenea con la promesa de servirle una taza de té.

James se sorprendió de ver a tanta gente conversando sigilosamente en grupos, algunos gustando el té de las cinco y otros bebiendo algunos tragos fuertes para amortiguar el frío de julio. En ese momento lo primero que se le cruzó por la mente fue que el viejo se había muerto; pero esas dudas se disiparon apenas apareció la señora Norah para saludarlo y agradecerle su interés por la salud de su esposo. De inmediato la joven mujer, que no vestía luto y estaba elegante como siempre, con un gesto cortés lo invitó a pasar a la habitación.

Cuando entró a la pieza James sintió chuchos de frío. En el ambiente tenuemente iluminado por un cirio y el chispeante fuego de la estufa, vio al anciano envuelto en un mar de sábanas (que más bien parecían mortajas) en medio de un penetrante e indefinido aroma, que tal vez provenía de los jarabes de múltiples colores que había sobre la mesa de noche. Enseguida oyó la voz del anciano que lo invitaba a acercarse:

- “¡Adelante James! –saludó el irlandés con esforzado entusiasmo- “¡San Pedro todavía no me quiere en el cielo!” -ironizó- "Este es mi pasaporte...” -dijo mostrando el rosario de cuentas negras que tenía entre sus manos.

El recibimiento afectuoso ayudó a James a relajarse y a intercambiar algunas palabras con el enfermo, que no abandonaba su cordialidad. A pesar de la gentil acción del anciano, James siguió con disimulo la terrible angustia que lo envolvía. No era para menos. Estaba frente a los futuros suegros de su hija, que por aquellos días eran la comidilla de todo el pueblo ante la inminente viudez de la señora Norah, ahora acosada por una banda de halcones sedientos de sus bienes.

En ese momento necesitaba con urgencia apaciguar esos nervios que amenazaban con desatar una diarrea incontrolable. ¡Cuánto deseaba que le sirvieran un trago fuerte para apaciguar sus intestinos! Inútil fue la espera del whisky. En otras ocasiones lo convidaron con un “Irish Mist”, el licor que importaban de Irlanda, tan fuerte como para tumbar al bebedor más empedernido. Pero ahora el horno no estaba para bollos. “Tal vez -reflexionó- sea para no tentar al viejo”, que también sería de la partida en otras circunstancias.

James permaneció en la residencia el tiempo necesario. Acaso su estada fuera demasiado breve, pero el doliente no estaba en condiciones de soportar mucha conversación, de suerte que se despidió y la señora Norah lo acompañó hasta la puerta. En ese instante llegaba Willy Kehoe, reconocido por sus correrías chineteras y flirteos amorosos. Al verlo la señora fingió sorpresa y despidió a James deprisa, mientras recibía con efusión a Willy, que con la misma rapidez y elegancia, extendió su brazo que ella tomó para ingresar a la casa.

James contempló la escena y miró con envidia al atorrante.

- ¡Pronto serán otros los vientos que soplen en la estancia! –pronosticó, y partió al boliche del vasco Benito Arzúa, donde disfrutaría de un buen trago de aguardiente.

En el boliche del vasco

En el boliche James se encontró con el inefable Alfy Kelly, su amigo de toda la vida. Ese día no era el mejor momento de Alfy. Hacía dos horas que estaba allí cargado con un caudal de tragos que superaba todo récord.  Cuando lo vio entrar a James, se abalanzó sobre él para darle un efusivo abrazo que todos los presentes festejaron. Hacía mucho tiempo que no se veían y de entrada le hizo una broma bastante pesada a James sobre su mujer, que como todo el mundo sabía, lo tenía zumbando.  James le devolvió la gentileza tratando de no herirlo; él conocía mejor que nadie el carácter agrio de ambas mujeres, y optó por callar y hablar de bueyes perdidos.

Dos amigos del alma

     La amistad entre James y Alfy se remontaba a la infancia, cuando ambos vivían en el mismo pueblo de Irlanda. Alfy y sus dos hermanos quedaron huérfanos y fueron alojados en distintos orfanatos en el Condado de Westmeath. Desde aquél entonces los amigos jamás volvieron a encontrarse, hasta que John Murphy, que había emigrado a la Argentina, contrató a un grupo de peones irlandeses para trabajar en una de sus estancias, entre los que estaba Alfy Kelly.

Alfy desembarcó en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1850 y se encontró con James recién en 1853. Al publicarse el registro censal de la Provincia de Buenos Aires, James descubrió el nombre de Alfred Kelly entre una tracalada de Kellys.  Más tarde, con el listado en sus manos, comprobó que su amigo Alfy engrosaría el plantel de peones de la estancia bajo su mayordomía.

Desde entonces y mientras estaban solteros, se juntaban en el pueblo para gastar horas y horas hablando al pedo (“talking trash” diría alguno de sus paisanos). Esta costumbre se terminó cuando Alfy se casó con Maggie Hearn, prima de Elisa Nolan, futura esposa de James O’Dwyer.

Nunca se supo muy bien por qué, pero las dos mujeres se sacaban chispas. Algunos decían que era porque los Nolan se consideraban de un nivel social más alto al de los Hearn (tenían high notions, según las lenguas filosas). Aunque otras versiones alegaban que el casamiento de Maggie y Alfy fue deshonroso para la familia por sus “prematuras relaciones íntimas”. La olla se destapó cuando nació Molly a los seis meses. Una beba regordeta y pelirroja que a todas luces desmentía el embuste de “seismesina”. La llegada inoportuna de la cigüeña fue suficiente para escandalizar al entorno comunitario. Pero tal vez lo que más afectó fue haber dejado al descubierto que los irlandeses no eran ajenos a los placeres y diversiones mundanos, algo que aparentemente era exclusivo de los “natives”. Por eso Elisa Nolan quería que Maggie estuviera lo más alejada posible.

Por esta y otras razones similares, James y Alfy se habían distanciado y decidieron de común acuerdo evitar encontrarse -y si fuera necesario, ni saludarse-  cuando estaban acompañados por algún familiar. Pero entre ellos tampoco se habían tomado muy en serio este absurdo acuerdo, que más bien era una tregua para calmar los ánimos femeninos. ¡Disimulaban tan bien sus enojos, que sus allegados creyeron por mucho tiempo que estaban realmente disgustados! Y ellos, como dos niños traviesos, disfrutaban del infantil engaño, especialmente cuando algunos soplones, que se alegraban con los líos ajenos, les alcahueteaban a las mujeres de sus encuentros bolicheros.

De estos encuentros, el único ritual que no cambiaba era el final. Siempre se retiraban cuando el vasco consideraba que la cuenta estaba al borde del colapso. Él sabía hasta qué cifra podía cargar la factura si pretendía cobrarla; aunque a veces el lápiz solía hacer trazos muy gruesos, una felonía que los muchachos nunca cuestionaron. Cuando el vasco daba la orden de evacuar, Alfy se largaba a cantar con voz lastimosa y ahogada, alguna balada que le traía recuerdos de las colinas irlandesas. Tal vez la canción fuese alegre, pero ellos se volvían muy melancólicos. Generalmente el vasco los ayudaba a montar los carros, azuzaba a los caballos y partían cada cual a sus casas.

Porque te quiero, te golpeo 

Y fue en una de aquellas interminables tertulias bolicheras que Alfy, totalmente empeludado, consideró ofensivo el eructo del turco Nahir Eljasa y lo desafió a pelear. El otomano, que ya tenía varios muertos en su haber, lo miraba paciente y desconfiado desde el otro extremo del boliche, mientras James trataba de calmar los ánimos con gestos persuasivos para que el turco no le diera bola a su compañero. Pero Alfy, terco como una mula, lo increpaba cada vez más al malevo que estaba perdiendo la paciencia. “Yevátelo al gringo borque te lo vuá achurar”, le dijo mostrando la faca ensartada a la cintura. A James no le sobraban las fuerzas para sujetar a Alfy quien al intentar ponerse de pie cayó de bruces provocando un desparramo de sillas. Con un leve quejido doloroso, James pudo sentarlo nuevamente. Pero el muy tozudo logró recuperar sus fuerzas, se puso de pie y se abalanzó sobre el turco, que de un empujón lo mandó al final del salón. Cuando Alfy intentó nuevamente encararlo al turco, James lo sirvió de una trompada y lo mandó al piso. Alfy sangraba copiosamente por la boca, había perdido dos dientes.  Con la ayuda de otros parroquianos lo cargaron en el carro y James lo llevó hasta su casa. “¡Lo siento Maggie, era la única manera de pararlo!”-se justificó James. Maggie ni siquiera se lo agradeció, al contrario, lo increpó duramente: “Siempre creí que eras su mejor amigo” le dijo con disgusto, mientras lo entraba a la casa con la ayuda de uno de sus hijos. James en retirada caminó unos pasos, se detuvo y volvió la mirada. Sentía un profundo dolor en el pecho. Acababa de arruinar la más bella amistad de toda una vida. Apenado y en soledad lloró de tristeza. Al día siguiente fue a confesarse con el Padre Alfonso, y en verdad salió reconfortado: “Porque es tu mejor amigo preferiste que perdiera dos dientes y no la vida” le dijo el cura en su absolución.

Tempestades de la vida

En honor a la verdad, Maggie nunca lo aceptó a James como el mejor amigo de su esposo. Ella sostenía que él fue quien descarrió a Alfy y lo responsabilizaba de ser el causante de su demora en proponerle matrimonio. Una tontera que no tenía relación alguna con el origen de la profunda amistad que los unía desde la niñez.

Tal vez al pobre Alfy la vida le haya jugado una mala pasada. Su desmedida adicción al alcohol iba en aumento junto con sus años y no podía superarlo. Cada vez que iba al pueblo se emborrachaba y quería pelear a todo el mundo. Esa manía le costó la vida durante una yerra cuando se trabó en lucha con un paisano que le ensartó el facón hasta el mango. El infortunado Alfy se fue en sangre en medio del mutismo de los presentes. Maggie, que no quiso ingresar en los anales policiales, también optó por el mutismo y el occiso fue caratulado accidental.

James no pudo superar la muerte violenta de su querido amigo y como desahogo de tamaña desgracia, sentía un indisimulado rechazo hacia su mujer e hijos. ¡Cómo sería ese rechazo que hasta pensó no asistir a Misa los domingos para no encontrarse con ellos! Está de más decir que el batallón de mujeres que lo rodeaba impidió que ello ocurriera. ¡Su mujer, sus hijas y sus cuñadas, no podían concebir tener un esposo, un padre y un cuñado que osara ofender al Señor en su día! Entonces James comprendió que era una locura privar a todas esas mujeres de su salida dominical, por el simple hecho de no querer encontrarse con los Kelly.

Otro dolor de cabeza para el viejo James

A Josephine, la menor de la familia O'Dwyer e íntima amiga de Kathleen Heavy, tampoco le fue fácil adaptarse a los claustros monásticos. El revuelo que provocó en la familia el abandono de Clare todavía no se había calmado cuando estalló la decisión de Josephine, que no se animaba a confesar que tampoco ella tenía vocación monástica. Pero Jossie tuvo más suerte que su hermana Clare, porque en este caso intervino Sister Anne, quien había notado que la niña no tenía vocación religiosa, sino más bien quería estar junto a sus hermanas. Luego, cuando supo que allí seguía tan lejos de ellas como en su casa, manifestó su tristeza con llantos y abstinencias que alarmaron a las monjas. Entonces nuevamente Mother Honoria se encargó del asunto y lo primero que hizo fue poner en caja a la señora O'Dwyer, que no podía resignarse a que otra de sus hijas desoyera el llamado de Dios.

Cuando Josephine dejó el convento, se fue a vivir al pensionado de Eliza Brady y allí conoció a varias chicas que la ayudaron a superar el momento, hasta que ingresó a trabajar en un banco inglés. Según Miss Brady, Josephine tenía un pretendiente (¡“a very good match!”, según dijo), pero el asunto venía muy complicado. Su Romeo tenía un alto cargo en el banco, era norteamericano, ¡hijo de ingleses y para colmo “a protestant!", de manera que la tormenta que se venía pronosticaba ser mayúscula. O tal vez no tanto si se tenían en cuenta los cálculos matemáticos de James y que en este caso redituaban jugosos dividendos. Pero el camino más espinoso provendría del Asesor Espiritual del pensionado, Father Francis O´Leary, recientemente llegado a la argentina y cargado de resentimientos adversos a los protestantes. Pero esa es otra historia.

Una boda postergada y dos funerales inesperados

Al mes de la visita que James le hiciera a los Ryan, "The Southern Cross" publicó el obituario del viejo Thomas, lo que indujo que el casamiento de Clare y Tommy se postergara por un año. Nunca se supo qué artilugios utilizó James para evitar cualquier intento nupcial de la viuda, por cuanto él se atribuía haberla convencido para que regresara a Irlanda a procesar el duelo, aunque reconoció haber recibido “consejos” del inefable Willy Kehoe, a quien James apuntaba como el único del entorno capaz de conquistarla.

Un año después del fallecimiento de Thomas Ryan, Tommy y Clare planificaron su boda que, nuevamente se vio frustrada cuando con sorpresa recibieron una carta de Norah que daba cuenta de su casamiento con John Murtagh, aquel chico que en su adolescencia dejó plantado para cumplir con el mandato de sus padres de embarcarse a la Argentina para contraer matrimonio con Thomas Ryan, primo de su madre que había enviudado sin descendencia pero con buena fortuna.

Cuando Norah regresó a la Argentina se instaló en los campos de Arrecifes, dejando la residencia del pueblo para su hijo que debió resignar su independencia y ajustarse al nuevo orden familiar. Fue entonces cuando los acontecimientos sucedieron con tanta celeridad, que James no soportó el embate. Un lunes muy temprano mientras desayunaba, sintió que un sudor frío le invadió el cuerpo. Su corazón le jugó en contra, y nuevamente debió postergarse el casamiento de los chicos. En los obituarios de esa semana “The Southern Cross” anunciaba la triste noticia: “+ James O’Dwyer past away last Monday…”

Mientras tanto, el “gran Willy” seguía con las suyas

Willy era un empedernido jugador que no dudaba en pedir plata prestada para apostar a las cuadreras, o para refugiarse en algún garito clandestino hasta bien avanzada la madrugada. Sin embargo, a pesar de sus andanzas "non sanctas", poseía una gran virtud: cuando ganaba, devolvía hasta el último centavo.

Gozaba de una envidiable estampa varonil que todos los muchachos admiraban. Algunos lo catalogaban como un desfachatado afecto al trago ("a shameless joker fond of the bottle"), pero a la hora de las reuniones sociales, acaparaba la atención de las damas casaderas que andaban a los saltos buscando marido. "¡Se atropellan para estar con él!" decían con cierto malestar los jóvenes del pueblo, que se sentían desplazados por este exótico galán, de quien se decía el padre había rajado de la casa por vago, lo que no era extraño, aunque a ellas parecía no importarles.

Desde otra perspectiva, los hombres lo admiraban por su manera de encarar la vida. Jamás se sometió a terceros para salir adelante. Según sus propias palabras, había comenzado a trabajar de postillón a los 11 años, y ahora a los 25 era mayoral de una empresa de pasajeros que surcaba caminos solitarios, eludiendo los peligros que escondían las salvajes llanuras pampeanas. Para este trabajo era necesario contar con astucia y bizarría, cualidades que seguramente Willy poseía.  Por eso James O'Dwyer lo idolatraba y sentía por él un especial afecto. "¡Cómo hubiera querido ser como Willy!". Si no fuera por los tropiezos de la vida, seguramente hubiera hecho lo mismo: salir a trabajar por su cuenta, forjarse un camino sin otra ayuda que la fuerza de sus brazos y el golpe de sus puños. Sin dudas hoy sería un atrevido parrandero como él, a quien consideraba el único calificado para ganarse el corazón de la señora Nora, aun sabiendo que Willy era capaz de esfumarse en una noche de timba la poca o nada fortuna que tenía, lo prefería a los demás. ¡Cuántas veces se imaginaba junto al "gran Willy" apostando a los burros o compartiendo interminables noches de tugurios apestosos, hasta la consumación de las velas! ¡Toda una entelequia, como si sus años le permitieran tanta osadía!

Un día, mientras Willy estaba jugando una partida de naipes en el boliche, se armó un gran tiroteo en la plaza del pueblo. La pelotera se volvió tan virulenta, que todo el vecindario se encerró en sus casas. Empujado por su instinto aventurero, Willy salió a la calle dispuesto a entrar en acción y se topó con un grupo de estibadores acurrucados detrás de un carruaje. Con rapidez y a los saltos, como esquivando charcos, fue hacia ellos. "Los esquineros", que siempre sabían todo lo que pasaba en el pueblo, estaban desorientados. Sólo notaron la disparidad numérica de los bandos antagónicos donde uno duplicaba al otro. Sin saber por qué -ni para qué- Willy corrió hacia el grupo que estaba atrincherado detrás del viejo paredón de ramos generales y se plegó a ellos haciendo disparos al aire, como buscando ahuyentar fantasmas malevos. A la hora se terminaron las balas y la policía arrestó a todos los quilomberos. Muy de madrugada liberaron a los revoltosos de uno en uno cada cinco minutos. Cuando le tocó el turno a Willy, el Comisario Severo Espíndola condicionó su libertad. Tenía que hacerse humo del pueblo y no volver hasta después de las elecciones. El clima se estaba poniendo espeso y Willy, que vivía gran parte del tiempo viajando, desconocía los códigos pueblerinos y acató la orden sin chistar. Había cometido un error: En la gresca, se había plegado al bando enfrentado al jefe político del distrito.

Desde aquel día, otros fueron los caminos de Willy. Sus empleadores, que conocían sus locuras, lo destinaron a cubrir el tramo Pergamino-Venado Tuerto, un pueblo perdido en la pampa santafesina y poblado en su mayoría por irlandeses. Allí, en la desértica llanura pampeana, seguramente Willy encontraría un nuevo desafío para sus tendencias aventureras.

Los Kenny

Nicholas Kenny tenía 34 años cuando llegó a Buenos Aires junto a su esposa Anne Casey de 31, y desembarcó del William Peele, procedente de Liverpool. A los pocos días fue contratado para trabajar en una estancia en Guardia del Monte, donde nacieron sus hijos: Bernardo en 1848; May en 1850; James en 1852 y John en 1855.

Bernardo nunca se casó. May contrajo matrimonio con Crstóbal Ryan (presumiblemente en 1878) y tuvieron cinco hijos. Luego le seguía James, que se casó con Elena Healion alrededor de 1879 y tuvieron ocho hijos, y John, el menor, cuya historia de vida quiero contarles y que es el prototipo de aquellos que llegaron a estas tierras en el sur de la Provincia de Santa Fe, allá por los años 1880.

Su adolescencia

Jack era un chico muy reservado y dócil, a quien los mayores catalogaban como “a shy boy”. Pero no era precisamente tímido, simplemente estaba saliendo de su adolescencia y no encontraba con quién compartir las inquietudes propias de su edad. Tenía una acentuada inclinación por la lectura; se levantaba muy temprano para leer los Evangelios antes de salir a trabajar, lo que hizo pensar a su madre que tal vez tuviera vocación religiosa, aunque él nunca mostró inclinación por la vida sacerdotal. Es que Jack era el menor de la familia y en plena juventud se encontró con todos los caminos allanados. Excelente jinete y mejor arriero, se caracterizaba por su temperamento tranquilo, con alguno que otro arrebato que merecidamente tenía derecho a expresar.

En agosto de 1873 Misioneros Irlandeses llegados recientemente al país, organizaron una misión en la estancia de James Gaynor en el Partido de Luján. Por aquellos días Bernardo y May, los mayores de la familia, tenían entre 25 y 23 años y todavía estaban solteros. James, el tercero, tenía 21 y andaba noviando con Elena Healion; y Jack de 18, todavía no daba señales de compromiso. 

Con vistas a no descuidar los trabajos del campo, el padre dispuso que Jack llevara a su madre y hermana a los oficios religiosos durante la semana, mientras que toda la familia participaría de la misión el día de la clausura. Durante toda aquella semana la casa parecía estar de fiesta, porque Jack se levantaba muy temprano para vestirse de lo mejor; se había recortado la barba y se peinaba con esmero. De pie ante el espejo del ropero, se miraba de frente y de perfil. Tocado por una natural vanidad juvenil, acercó su rostro al mirador y comprobó que en su incipiente barba se asomaban algunas canas. No convencido, volvió a observarse con mayor detenimiento. ¡Ahí estaba el motivo por el que su padre le aconsejó sobre la necesidad de formar un hogar! Entonces murmuró para sí mientras se alisaba la barba: “Certenly, the old man knows...”  

Primer día misional

Minutos antes de las siete, Jack comenzó los preparativos. Lo había dispuesto la noche anterior cuando encerró a “Spark”, uno de los mejores caballos de tiro, y les aseguró a las damas que llegarían a tiempo para la primera Misa.

Antes de iniciar el viaje, May le arregló la corbata y le prendió en la solapa un trébol con pequeñas cintas de color verde. Jack sintió el afecto de su hermana, por la que sentía un gran respeto maternal. Los distintivos o “badges”, eran tradicionales y todo el mundo aprovechaba estos acontecimientos para lucirlos con orgullo. Algunos tenían la estampa de San Patricio, otros un trébol, un arpa o el escudo de armas familiar.

En segundos estaban en camino y Jack se sintió amo y señor conduciendo la volanta. Sin embargo ¡estaba muy asustado! Era la primera vez que asumía la responsabilidad delegada por su padre, de tener a su cargo a su madre y hermana, razón por la sentía una obligación mayor, además del compromiso de responder a la confianza que todos habían depositado en él. Pero a pesar de todo ese empuje y osadía, Jack todavía era   un niño. Así lo veían sus hermanos mayores cuando esa mañana le hacían bromas por su esmero personal, sin descuidar el más mínimo detalle.

A poco de iniciar el viaje, el sol de agosto regateaba su tibieza y una ventolina fría se filtraba por los gruesos abrigos, mientras las mujeres con sus rostros cubiertos recitaban las cuentas del rosario. En tanto Jack parecía no sentir su rigor; estaba exultante. Los charcos congelados y la helada que brotaba lenta e impiadosa entre el pasto seco, anunciaban la “helada negra”, como se describían aquellos fenómenos climáticos que no se advierten a simple vista, pero que están ahí con intensidad.

Cuando llegaron frente a la capilla había varios carruajes y unos peones se encargaban de llevar los caballos al establo. Madre e hija entraron a la capilla y Jack se encargó de “Spark”. En el trayecto a la caballeriza, notó que detrás de unos arbustos estaban sus amigos: Sammy Clancy, Pat Murray, Jonnie Moore y Philip Wade. El grupo hacía movimientos rítmicos para calentarse los pies sin dejar de conversar animadamente. Pat Murray, asomó su cabeza de entre las matas y le hizo señas para que se acercara, sin saber que era fácil ubicarlos en medio de bocanadas de humo que delataban los rayos solares.  Estaban a pleno fumando cigarrillos de chala y disimuladamente se pasaban unos a otros un frasquito con algún “strong stuff”, provisto seguramente por Sammy. Si bien sus cuerpos estaban fríos y requerían calentarse antes de entrar a la iglesia, no advertían que el tono de sus voces aumentaba en demasía.

Apenas Jack se reunió con ellos, Philip le pasó la botella, la que tomó con disimulo, sorbiendo un trago de un solo saque.

- ¡Ajj!!! – chilló de ardor.
- ¡Fuerte como patada de burro! –dijo Pat Murray soltando una carcajada ante la cara agria de Jack.
- ¡Guau! –exclamó intentando aspirar aire frío- “¡Es fuerte en serio!"

Las risas se soltaron espontáneamente y alertaron a la viuda Moore, cuya vista de lince detectó la oleada de humo entre los arbustos. Tomándose las polleras para evitar mojarse con el rocío, se encaminó presurosa al escondite. Iba dispuesta a disolver la farra y darles su merecido a esa gavilla impertinente que osaba quebrar el ayuno antes de comulgar.

Sorprendidos in fraganti, los chicos se sobresaltaron, cuando a sus espaldas bramó horrorizada la señora Moore:

-Oh my God! I can’t belive it! - Exclamó la mujer indignada y atónita ante la sorpresa de ver a su inocente Johnnie en el grupo.

Sin esperar la orden materna, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, Johnnie emprendió su retirada hacia la capilla. Esta humillación fue suficiente para que los demás lo siguieran e ingresaran también al templo, en tanto la señora Moore, enredada en sus nervios, seguía a su hijo lloriqueando: “I never suspectet that my poor little Gosoom would be envolved with such insolents and shameless loafer crowd!  (¡Nunca hubiera sospechado que mi pobre pequeño estuviera envuelto con esta manga de haraganes insolentes y desvergonzados!)

-¡Menos mal que no vio la botella! - masculló Sammy  con cierto alivio - ¡ya está vacía! –se lamentó y la arrojó entre los arbustos.

En Misa

 Eran las 8:00 del 12 de agosto de 1873, festividad de Santa Clara. Apenas entraron al templo Father Lynch comenzó el oficio.

-Introíbo ad altáre Dei.

-Ad Deum qui laetícat juventútem meam.

Los muchachos permanecieron juntos, salvo Johnnie que estaba en uno de los primeros bancos. Poco a poco se fueron distendiendo y esperaban que a la salida ya nadie se acordara de la trifulca. Jack no se atrevía a mirar hacia el lado de las mujeres. Temía encontrarse con la vista de su madre o de su hermana, mientras se preguntaba si se habrían enterado del incidente.  Para autoconsolarse, pensó: ¡No! ¡Cómo habrían de saberlo si estaban en la capilla! Pero las paredes oyen y la crueldad de los rumores no tiene fronteras. En esos pensamientos estaba cuando desvió su mirada hacia el sector femenino. Por suerte no vio a su madre ni a su hermana, pero descubrió a dos jovencitas, que cuchicheaban intentando contener un acceso de risa mientras dirigían miradas furtivas hacia el lado de los hombres. Jack estiró su
cuello y allí, justamente allí hacia donde apuntaban sus miradas, se asomaban las dos enormes orejas  de Johnnie Moore. Eran como dos grandes pantallas rojas que sobresalían contrastando con su cabello rubio y su cuello largo de piel blanca. Parecía una estatua sumergida en la meditación. Seguramente -pensó Jack apenado por su amigo- estará avergonzado por el papelón que había protagonizado con su madre. “¡Que mujer odiosa!” se retorcía Jack, para luego preguntarse “¿Qué hubiera hecho Mammy si me hubiera pescado a mí?” Seguramente lo hubiera sermoneado, pero no como la señora Moore. ¿O tal vez peor? ¡No, no era posible! Su madre no era capaz de tanto alboroto. Ella era muy cautelosa, aunque extremadamente severa. De solo pensarlo, a Jack le corría un sudor frío por las axilas, imaginando lo que pudiera pasar a la salida. Si en esos momentos hubiera estado su padre, seguro que se estaría riendo del tremendo lío y su madre reprendiéndolo por no tomar el asunto con la debida seriedad.

El sonido de la campanilla lo volvió a la realidad y todos se pusieron de pie para la lectura del Santo Evangelio.

-Sequéntia santi Evangélii secúndum Sanctus Joánnis

Después del Evangelio, Father Lynch se dirigió hasta el comulgatorio y se ubicó frente a los fieles para iniciar su fogosa predicación. El sacerdote puso énfasis en la necesidad de alimentarse espiritualmente, repitiendo una, dos y hasta tres veces con vehemencia: ¡Que nadie se quede con hambre!  Cada vez que lo repetía, Sammy cuchicheaba: “¡Ni con sed!”. Y los otros, para no ser menos, le seguían la corriente con risitas forzadas. Jack guardó silencio y les dirigió algunas miradas de atención intentando hacerlos guardar compostura, pero no tuvo éxito. La jarana siguió durante toda la Misa, y de vez en cuando un anciano se daba vuelta con mirada inquisidora intentando poner orden.

Enseguida llegó el rezo del credo y todos se pusieron de pie. Cuando Jack levantó la vista, nuevamente se encontró con las enormes orejas rojas de Johnnie. ¡Cada vez que las veía se atragantaba! Pero se alivió de ver que las dos chicas del otro lado ahora estaban serias y contemplativas. Cuando una de ellas se dio vuelta Jack pudo reconocer a Josie O’Dwyer, pero ¿quién era su compañera?

Después de la elevación siguieron las oraciones y enseguida el Padre Nuestro:

“Líbranos, sí, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros...”

Se venía el momento de la comunión y Jack no podía comulgar, consciente de haber roto el ayuno y guardar en su interior un fuerte rencor hacia la señora Moore. Además, sería una
falta grave y era preferible que su madre le reprochara no haber comulgado, que por haberlo hecho en pecado. De manera que optó por quedarse de rodillas y pedir perdón por sus faltas.

-Agnus Dei, qui tóllis peccáta mundi, miserére nobis.

Volvió su mirada con disimulo hacia el lado opuesto y allí estaban todavía Josie y su amiga, de rodillas, cubriéndose el rostro en actitud piadosa.

-Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccáta mundi

Para la comunión Father Byrne tomó la armónica y acompañó en los cánticos mientras los fieles se acercaban al comulgatorio.

“Soul of my Saviour, sanctify my breast;
Body of Christ, be Thou my saving guest...”

Estaba por terminar la Misa y Jack no perdía de vista a las chicas del otro lado. Al ver que habían vuelto a las risitas, pensó que, después de todo el escandalete protagonizado por la señora Moore no debió ser tan grave como él lo imaginaba. Pero la incógnita era: ¿Cuál era el motivo de tanta risa?  

Father Lynch se inclinó sobre el Altar encomendando a la Santísima Trinidad el sacrificio que se acababa de celebrar:

-Pláceat tibi, santa Trinitas, obséquium servitútis meae, et praesta: ut sacrifíciu,..

Luego se dio vuelta y frente a los fieles levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz:

-Benedícat Vos omnípotens Deus, Pater, et Fílius, et Spíritus Sanctus

-Amen

Nuevamente Father Byrne tomó la armónica y todos comenzaron a cantar:

“Faith of our fathers, living still
In spite of dungeon, fire, and sword...”

Terminada la misa, Tommy, Jack, Pat y Philip comenzaron a buscar a Johnnie que se había escabullido por la puerta de la sacristía. Ellos querían animarlo después de la trifulca, pero no lo podían encontrar. Afuera vieron a la señora Moore “very upset”, haciendo ademanes y llorando a moco tendido, mientras era asistida por varias damas, entre ellas su madre y hermana que trataban de consolarla.

Uno de los chicos sugirió ir a buscar a Johnnie por el monte y juntos partieron al tranco largo, dejando sus huellas en la gramilla húmeda.

-Mis pies están congelados –rezongó Sammy- Y no nos queda una gota de whisky...
-¿No fue suficiente por hoy Sammy? Preguntó Jack muy serio.
-¡Es que tengo los dedos de los pies entumecidos! ¡Necesito tomar algo caliente!
-Primero encontremos a Johnnie y después nos vamos a los galpones... Allí sirven té con leche –propuso Jack.
-¡Ajjjj! –asqueó Sammy- ¡Té con leche!

Jack simuló no escucharlo, porque sabía muy bien que estaba emulando a su padre, muy afecto a esas expresiones. De repente se encontraron con Jonnie, estaba detrás de los galpones con las manos en los bolsillos y el rostro al sol. Todos juntos gritaron su nombre y corrieron a su encuentro.   Apenas oyó a sus amigos se sobresaltó y no aguantó la emoción y rompió a llorar. Es que además de dolido, Johnnie estaba muy caliente y el llanto sirvió para desahogarse. Se sentía ridículo, avergonzado.

Sus amigos hicieron lo imposible para que se olvidara del mal momento, pero todo fue en vano. No quiso volver a donde estaban los demás y rehusaba participar de las actividades del día. Luego les pidió que no dijeran dónde estaba; quería estar solo. Así lo hicieron con la promesa de volverse a encontrar para el almuerzo.

Jack estaba apenado por Johnnie. No era justo que un chico de apenas 16 años sufriera de esa manera. Hacía apenas tres años que su padre había muerto y su madre había vuelto a casarse con Terence Crowley, un sujeto de baja estofa que estaba llevando a la ruina a toda la familia Moore. Todos sabían que la relación de Johnnie con su padrastro no era de la mejor y que lo único que le interesaba al tipo era la propiedad de la viuda, la que iba esquilmando lentamente.

Tal vez por eso, y a pesar de la promesa de no revelar su escondite, Jack consideró que no serviría de nada guardar silencio si pretendían ayudarlo.

Cuando los cuatro llegaron al galpón donde estaba toda la gente, cada uno se juntó a sus familias, excepto Jack que fue hasta donde estaba Father Lynch.

El cura lo escuchó y le prometió que haría todo lo posible para socorrer a Johnnie, pero “sos el mayor del grupo, y no debés descuidarlo de ahora en más”, le encomendó; luego le llamó la atención con firmeza sobre lo ocurrido. “Si bien hoy es una travesura, mañana puede ser una tragedia, Jack” sentenció el sacerdote en alusión a la ingesta de alcohol entre los jóvenes. Jack sintió el impacto; fue como si le hubieran propinado una feroz trompada dejándolo K.O. No había dudas que el cura tenía razón.

Luego Jack fue a unirse con su madre y hermana, quienes -debía suponerse-  le preguntaron por dónde anduvo. Preparada la respuesta, les dijo haber estado ayudando a Father Lynch con Willie Kehoe, que se había caído y fracturado un brazo.

-Seguramente tropezó con alguna botella... –dijo la señora Kenny con ironía.

A Jack no le gustó la opinión de su madre, pero se limitó a guardar silencio; Willy era un personaje mayor a quien los jóvenes admiraban por su extravagancia y desprejuiciada personalidad

Pero la curiosidad femenina apuntaba hacia otra cosa.

-¿Por casualidad no lo viste a Johnnie Moore? –preguntó May, con un tono que a Jack tampoco le cayó muy bien. Johnnie era su amigo, el más chico y protegido del grupo.

-No May, no lo vi. ¿A qué viene tu pregunta? –dijo Jack simulando no darle mayor importancia.

-Su madre está muy preocupada porque no sabe dónde está…

-No debe estar muy lejos. A Johnnie le encantan los caballos, seguramente está en el establo esperando que alguien le preste uno para cabalgar...

Enseguida llegó la señora Mary Flynn y se arrimó a Jack para servirle una taza de té mientras le comentaba en voz alta que su hija Lucy estaba por llegar para la segunda Misa. “Lucy vive hablando de vos Jackie, de manera que espero se encuentren más tarde” dijo la mujer. “Eso espero señora Flynn” respondió Jack poniéndose rojo como un tomate al ver a su madre y hermana esbozando una sonrisa maliciosa. Enseguida los tres se largaron a reír y disfrutaron del desayuno.

Más allá estaban sus amigos, y en el otro extremo pudo ver a la señora Moore todavía envuelta en su propio enredo. Pero en su búsqueda afanosa no pudo encontrar a Josie con su amiga. Fue como si la tierra se las hubiera tragado.


Momentos más tarde Father Lynch salía de la capilla con Johnnie. Aparentemente el cura lo había convencido para que se integrara al resto de los fieles, porque venían conversando animadamente. Jack y sus amigos contemplaron la escena y se alegraron por Johnnie, porque parecía haberse recuperado del mal trago.  Más tarde se supo que el misionero le había aconsejado a la señora Moore que no hablara más del incidente con su hijo y mucho menos con su marido.

Jack salió apresurado al encuentro de Johnnie, pero de pronto oyó a sus espaldas una voz muy familiar que lo llamaba. Se dio vuelta y se encontró con la inefable Lucy Flynn. “Ya vuelvo” -le dijo a su perseguidora- “Me está esperando Johnnie...!” Y corrió hacia su amigo.

-“Hey Johnnie, wait for me!” le gritó, pero Johnnie continuó indiferente.

-¡Johnnie! -insistió- ¿Qué te pasa? ¿Estás enojado conmigo?

Jonnie no contestó y siguió caminando apático. Pero Jack no se daba por vencido y continuó a su lado en silencio. Abruptamente Johnnie se detuvo y mirándolo con cara de pocos amigos le reprochó:

-¡Habíamos hecho un trato y no lo cumpliste, Jack! –le decía golpeándole el pecho con su dedo índice.

-Tenés razón Johnnie. No cumplí con mi palabra, pero debés creerme, lo hice para ayudarte, porque te aprecio y te quiero como lo que sos: mi mejor amigo -se defendía Jack tratando de convencerlo de la sinceridad de sus palabras, pero Johnnie se mantenía en sus trece. Ahora era difícil saber si realmente estaba ofendido, o simulando una tragedia. En silencio continuaron caminando.

Cuando llegaron al establo, “Spark” relinchó ante la proximidad de su amo, y Johnnie soltó una sonrisa:

-Te está saludando -le dijo mientas acariciaba el hocico de “Spark”- Algún día yo también tendré mi propio caballo....

-Claro que sí que lo tendrás –respondió Jack contento porque había recuperado el diálogo con su amigo- Lo único que tenés que hacer es proponértelo.

-Pero no es tan fácil, Jack...

-Lo sé, Johnnie, lo sé...

Ambos pasaron horas hablando trivialidades, pero también se confesaron asuntos personales. Ese fue el día en que la amistad entre Jack y Jonnie se selló para siempre. Caía la tarde cuando todos emprendieron el regreso a casa.  Jack estaba contento porque había logrado restablecer su amistad con Johnnie; pero por otro lado  apenado por no haber logrado conocer a la amiga de Josie que tanto lo había aturdido.

Último día misional

El último día de la misión, la familia Kenny en pleno llegó muy temprano a la estancia. Jack lucía impecable; era el último día en el que tenía posibilidades de conocer personalmente a la amiga de Josie O’Dwyer. Mientras tanto se reunió con sus amigos, esta vez sin salirse de la huella. Estuvo con Johnnie, a quien encontró reanimado y con ganas de disfrutar el día con el resto de los muchachos; la trifulca con la señora Moore pareció haber quedado en el olvido.

Durante la Misa Jack alcanzó a ver a Josie con su madre y hermanas, las novicias, y notó la ausencia de su amiga. Jack sintió que el oficio duraba una eternidad; su ansiedad por encontrarse con Josie lo desbordaba. Apenas el sacerdote impartió la bendición, apuró la salida. Desde la distancia observó a cada una de las girls que salían del templo, hasta que por fin apareció el clan O'Dwyer. Inmediatamente fue al encuentro de Josie y con un manojo de palabras enredadas, tomó coraje y preguntó por su amiga, cuyo nombre ni siquiera conocía. Josie no entendía muy bien lo que quería, pero cuando Jack le recordó secuencias del alboroto con la señora Moore, enseguida dedujo que se trataba de Kathleen. Sorprendida, no podía concebir que la muy pícara hubiera mantenido tanto sigilo sobre su Romeo.

-¡Oh! ¿Te referís a Kathleen Hevey? –estalló Josie, creyendo que él sabía su nombre.

Jack guardó silencio, porque recién se acababa de enterar del nombre de la chica de sus desvelos. Estaba eufórico y deseoso de contarle lo que le estaba pasando, pero no se atrevió y ocultó sus sentimientos.  ¡Ahora conocía el nombre de la chica de sus sueños!



LOS HEVEY (Heavy)


Oh! I will take you back, Kathleen,
To where your heart will feel no pain,
And when the fields are fresh and green,
I'II take you to your home again!



Michael Hevey nació en Ballymore en 1817, y Bridget Rourke, en Miltown en 1827; contrajeron matrimonio en Irlanda y cuando llegaron a la Argentina el 19 de febrero de 1849, se fueron a trabajar a una de las estancias de William Mooney en Luján. En 1851 nació su primer hijo, Michael, afectado por una ceguera congénita; le siguieron Katheen en 1856, Juan en 1858, Julia en 1863 y Anne en 1866.

Kathleen fue la que enseñó a Michael a desenvolverse solo a causa de su ceguera, lo que le permitió al chico llevar una vida normal. Desde niña siempre lo acompañó y lo condujo a cada rincón del espacio donde se desplazaban, y para sorpresa de sus familiares y amigos, Michael cumplía sus actividades habituales sin depender de los demás. Por eso Kathleen se sentía capaz de llevar adelante cualquier empresa que le fuera encomendada. Alentada por el progreso de su hermano, ella creyó que era un llamado de Dios para que abrazara la vida religiosa.

Tal vez fue esa la razón por la que Kathleen confesó a su madre que después de cumplir los 20 ingresaría al convento de las “Sister of Mercy”, donde estaban sus amigas O’Dwyer. Sorprendida, la madre solo atinó a decirle: “¿Y qué será de Michael?”. Kathleen recibió esas palabras como un reproche por querer abandonar a su hermano. Pero inmediatamente su madre se dio cuenta del error y quiso enmendarlo: "Está bien Kathleen, no te sientas mal, si tu vocación es ser monja, entrarás al convento en cuanto puedas”. Pero Kathleen se sintió herida. Jamás hubiera pensado ingresar al convento para aliviarse de la carga de su hermano. En silencio y con tristeza, dio media vuelta y se retiró a su dormitorio. Ninguna de las dos se percató que Michael estaba acurrucado junto al fuego haciendo trenzados de cuero.

La Misión en la Estancia Gaynor

La jornada religiosa en la estancia de James Gaynor se desarrolló durante toda una semana. En esos días se oficiaba misa por la mañana y por la tarde se rezaba el rosario y se escuchaban las fogosas predicaciones “in English” de Father Byrne  y su ayudante,  Rev. Patrick Lynch. Después de los oficios, la gente se reunía en uno de los grandes galpones donde tomaban el té con scones y algún plum pudding preparado la última Navidad. Si el tiempo era cálido, solían hacerlo bajo la frondosa arboleda del parque.

Estas reuniones eran aprovechadas por las damas para conversar y comentar las últimas noticias sociales que eran transmitidas de persona a persona. Todavía no se había fundado “The Southern Cross”, periódico que recién se editaría dos años más tarde por el Padre Patrick Dillon. Por ese motivo había que ponerse al día con todos los nacimientos, casamientos y muertes de integrantes de la comunidad, ocurridas en lugares distantes y cuyas noticias llegaban por boca de los misioneros, especialmente del Padre Large Leahy que recorría a caballo un amplio sector de la Provincia de Buenos Aires, al que apodaban "The priest of the spade".

 Cuando se reunían para conversar, generalmente lo hacían, por un lado las mujeres y por otro los hombres.  Éstos no perdían la oportunidad para hablar de sus asuntos mientras saboreaban, además de una taza de té, un buen trago de whisky, que clandestinamente traía Tom Clancy en sus alforjas.  Nunca se supo de dónde lo sacaba, pero hubo quienes suponían que lo elaboraba él mismo con un alambique rudimentario que le había fabricado su primo Albert Clancy, radicado en los Estados Unidos. Esto no era muy creíble, pero las fantasías también tenían sus encantos por aquellos tiempos. Es que el licor era tan fuerte, que no hacía falta beber en abundancia para perder los estribos, lo que abonaba la teoría de su elaboración casera, que en realidad era el "poteen". Curiosamente la madre de Tom -Ángela Clancy una mujer inválida de ochenta y pico- alborotaba las reuniones apenas su finísimo olfato olisqueaba el alcohol flotando en el aire.

- “The liqueur is the devils curse! Get rid of it now!  God save que Irish race!”- proclamaba airada desde su postración.

Cuando los muchachos veían que la abuela se ponía muy densa, algunos hombres se acercaban para conversar con ella con la intención de aplacar su ira. Pero la anciana no tenía nada de tonta, y más de uno debió vaciar la “taza de té” delante de ella porque les había descubierto el truco. No había forma de engatuzarla, ella estaba muy familiarizada con ese aroma de alcohol destilado.

Los sacerdotes acompañaban de tanto en tanto con algún trago, oportunidad que aprovechaban para escuchar a estos hombres rudos y curtidos, pero de corazones infantiles, que se quebraban fácilmente cuando el alcohol removía la nostalgia y florecían los recuerdos de la lejana Irlanda. A los jóvenes sacerdotes les facilitaba su misión, porque lograban que los hombres, generalmente esquivos a la penitencia, confesaran sus más íntimas miserias, lo que no siempre era fácil conseguir. Aliviados de sus pecados, cantarían canciones ancestrales que los religiosos ejecutaban con un pequeño acordeón. Finalmente terminarían danzando algunos jigs y reels que sonarían con ritmo alegre desde el pequeño instrumento.  Uno de los que se destacaba en la danza era el escocés Jimmy Browne, con sus inconfundibles mostachos y cabellera pelirroja, desplegaba agilidad acrobática bailando "The Dance of Sword", danza tradicional escocesa y les contagiaba coraje a los demás hombres que salían eufóricos a bailotear con sus mujeres.

El encuentro de Kathleen con Jack
 
Ese día los Heavy llegaron a media mañana. Enseguida Kathleen y Josie se encontraron y estuvieron largo rato hablando de sus cosas. Josie esperaba que su íntima amiga le comentara sobre Jack, pero la muy esquiva Kathleen parecía una tumba. Lo que no sabía Josie era que Kathleen no estaba enterada de las pretensiones de Jack, a quien ni siquiera conocía.

Más tarde, después del rezo del rosario y la predicación y el bautismo de un grupo de niños, todos se reunieron para tomar el té y a escuchar música. En esta ocasión el pequeño Patrick Murray, que tenía una voz privilegiada, alentado por su padre Micke que ejecutaba el violín, subió a un improvisado estrado y comenzó a cantar “I love my love in the morning”, una antigua melodía romántica. En ese momento se hizo silencio y todos dirigieron su atención al pequeño tenor. Kathleen también levantó la vista y se encontró con la mirada fija de un joven elegantemente vestido, de ojos azules, cabellos castaños claros y barba juvenil que estaba a considerable distancia. Instintivamente ella bajó la vista y sintió que sus mejillas se
coloreaban. Turbada por esa mirada, intentó concentrarse en la canción de Paddy, pero no fue posible. Por un instante se sintió avergonzada y mantuvo su mirada baja.  Quiso recomponerse tomando un sorbo de té, pero sus manos temblaban como hojas. Levantó sus ojos nuevamente y volvió a encontrarse con la vista del chico que seguía observándola insistentemente. ¿Quién era ese joven que la perturbaba tanto? Con esforzado disimulo, se volvió hacia su amiga Josie: 

-¿Quién es el joven del trébol en la solapa?
-¡Ah!.. Ahí lo tenés a Jack Kenny. ¡No me digas Kathleen que no lo conocías! Es el hermano menor de James,el que anda noviando con Ellen Healion…

Kathleen fingió no prestarle atención al minucioso comentario de Josie, y mucho menos mostrarse interesada en el joven del trébol, aunque no pudo engañar a su amiga.

- ¿Te gusta Jack?  -la interrogó la pícara Josie.

- Por favor Josie... Es la primera vez que lo veo... No lo conozco… Además, mamá sabe que voy a ingresar al convento el año que viene -respondió Kathleen, simulando tranquilidad.

Pero Josie, que conocía demasiado bien a su amiga y sabía que Jack estaba loco por ella, la tomó de la mano y la llevó hasta donde estaba su ansioso pretendiente:

-¡Oh! Tonterías, Kathleen –le dijo- ¡Vos no estás para ser monja! Vení, vamos a encontrarnos con Jack… -y tomándola de la mano se la llevó con ella.

Jack, tieso como una estaca, seguía mirándola a la distancia. Cuando Josie los presentó, él intentó decir algo, pero no pudo, su lengua paralizada no lograba articular una sola palabra.  Ante la sorpresa de Josie, Kathleen, decidida, rompió el silencio y se presentó ante Jack:

-Hola Jack. Soy Kathleen Heavy.
-John Kenny –respondió cortés, tendiendo su mano.

Josie se alejó discretamente y los dejó solos. Pero no estaban tan solos, la que permanecía atenta era la señora Kenny, que ahí cerquita nomás, seguía con su mirada el comportamiento de su hijo, aunque también rastreaba a su hija May que conversaba animadamente con Cristy Ryan, en tanto Patsy Murray continuaba cantando la dulce melodía de amor. "La amé cuando el sol resplandecía, la amé en el amanecer; pero mucho más la amé, cuando el atardecer declinaba, murmurando su fin..."  

“…I loved her when the sun was high,
I loved her when he rose;
But best of all when evening sigh,
Was murmuring at its close”.

Más distante, pero no menos atenta, estaba la señora Heavy, que no perdía de vista a Kathleen desde su lugar junto a la señora O’Dwyer, la que se mostraba exageradamente orgullosa de la vocación religiosa de sus tres hijas.  Ambas familias mantenían una estrecha amistad, y a pesar de las excentricidades y los aires de superioridad de la señora O’Dwyer (sabiéndose esposa del mayordomo de una de las estancias de los Gaynor) la señora Heavy estaba agradecida por la amistad que las unía a sus hijas, porque las chicas O'Dwyer, que eran mayores, recibieron una buena educación de las religiosas irlandesas y contagiaban a las niñas más jóvenes modales y costumbres refinados.

Al declinar la tarde todos emprendieron el regreso a sus casas, Jack prometió a Kathleen visitarla en el próximo invierno, y la señora Heavy -como buena madre casamentera- recibió la noticia con satisfacción, en tanto Michael, su marido, simplemente esbozó una leve sonrisa de aprobación.

EL DIARIO DE KATHLEEN

Después de la misión, todos los planes de Kathleen para ingresar a la orden religiosa fueron trastocados: su vida había cambiado radicalmente. Cuando regresó, fue al cajón de su cómoda y sacó el pequeño diario que le había regalado Miss Mary Gaynor, sobrina de James Gaynor que había llegado de Irlanda después de su orfandad.

El librito estaba intacto y Katleen lo había conservado en blanco para cuando ingresara al convento. Pero los tiempos reales no eran los que ella había planificado. Los acontecimientos aceleraron los tiempos y ella sintió la necesidad de confesar sus sentimientos a alguien muy íntimo. Cuando abrió el diminuto cuadernillo su memoria la transportó a los recuerdos de su primera maestra Miss Mary, quien después de dictar clases durante cinco años a los chicos de la estancia se radicó en Buenos Aires. Ella le había escrito una dedicatoria en la primera página del diario: “To Kathleen, the must lively and fairly little girl of the class room”. El recuerdo de Miss Mary le arrancó algunas lágrimas cuando recordó su obituario publicado por el “Cross” en noviembre del año anterior, y que ella con delicadeza había recortado y pegado en la portada. Kathleen intuyó entonces, que su querida maestra había muerto de pena. Su mirada diáfana, su cabello tornado abruptamente gris, delataba la tristeza de su corazón. El obituario que estaba encabezado por una cruz celta, rezaba lo siguiente: “Miss Mary Gaynor, who was born in Co.Westmeath in 1829, came to this country in 1850 and returned her soul to her Creator last Wednesday 17th of November. Miss Mary was in every sense a most amiable and charming person, a cheerful and comprehensive teacher and a loyal friend”.

Kathleen comenzó a escribir sus vivencias el 27 de agosto de 1873: “Ayer Jack me dijo que estaba enamorado de mí y me pidió que nos casáramos. Yo, como una tonta no supe qué decirle. Si hoy me lo volviera a pedir, no dudaría en responderle que sí. Cuando nos despedimos me dijo que si lo aceptaba, en la próxima primavera visitaría a mis padres para pedirle autorización…"

LA BODA

Kathleen y Jack se casaron en Mercedes, PBsAs. el 05 de febrero de1880 y se radicaron en Suipacha donde trabajaron en los campos de Santiago Murphy, hermano de Eduardo Murphy, propietario de la Estancia "La Argentina" y hombre de ocupar cargos públicos. Ese mismo año nació su primera hija: Bridget. Dos años más tarde, habiendo aumentado la hacienda, decidieron arrendar campo en la zona de Arrecifes, al estanciero Stegman, y en 1882 nació Kate Anne, su segunda hija.

Por aquellos años, Eduardo Casey había adquirido campos fiscales en el sur de la Provincia de Santa Fe los que ofreció fraccionados a sus paisanos irlandeses que ambicionaban poseer su granja propia. John Downes, un irlandés nacido en Moyvore, Condado de Westmeath, fue uno de los primeros compradores que confió plenamente en Casey y compró una legua y media de campo.  Posteriormente Downes le ofreció a la venta una fracción de media legua a Jack Kenny, operación que llegó a concretarse con posterioridad.

El 12 de octubre de 1882 Jack recibió un mensaje de Lawrence Casey, en el que le transmitía la invitación de su hermano Eduardo para que integrara la comitiva que partiría desde Buenos Aires vía férrea hasta Pergamino, el 19 de diciembre y de ahí hacia los campos del Venado Tuerto en carruajes.

El 18 de diciembre Jack se había preparado para viajar a Pergamino. El tren pasaría temprano por Arrecifes, de manera que ese atardecer se vistió con sus mejores galas y esperó a que Frank Geoghegan lo acercara al pueblo, distante unas cinco leguas. Kathleen estaba muy nerviosa ese día y no dejaba de ir y venir de la cocina a la pieza donde acostó a las niñas, mientras Jack observaba en silencio cada uno de sus movimientos a la espera de conversar con ella antes de partir.

- Kate... -le dijo- ¿Podés parar un momento?
- Estoy muy ocupada...- respondió ella sin mirarlo.

Ante esta respuesta inusual, Jack fue hacia ella para calmar su ansiedad, y acercándose por detrás la tomó de los hombros. Cuando ella se dio vuelta, Jack descubrió que sus ojos estaban inundados de lágrimas. Era la primera vez que la veía llorar. Es que Kathleen estaba angustiada por los rumores que corrían sobre bandas de asaltantes que atacaban a los viajeros y no pudo disimular su tensión. Todavía estaba vivo el recuerdo de la masacre de Tandil, un hecho que marcó a muchas familias en la década del 70. Jack intentó serenarla con un beso en la frente; le acarició las mejillas y alisó sus cabellos con ternura; ella cubrió su rostro sobre su pecho y lloró desconsolada entre sus brazos. Permanecieron un tiempo en silencio mientras entraba la noche impregnada de aromas salvajes y sonidos armoniosos. De pronto se interrumpió el canto de los grillos y los perros ladraron anunciado la llegada de Frank Geoghean.

EL TREN

En la estación ferroviaria Jack se encontró con su vecino Edward Cleary, otro irlandés que había adquirido una fracción de campo en las cercanías del pueblo, que también era de la partida. Cuando subieron al tren, se sorprendieron de ver a toda la comitiva liderada por don Eduardo Casey en un ambiente festivo. Todos hablaban y opinaban sobre la situación política del país, asociándola a proyectos de trabajos e inversiones en los campos de Santa Fe. Se hacía hincapié en la necesidad de continuar la construcción de la línea férrea desde Pergamino hasta esa región, inquietud que Eduardo Casey había planteado a Dardo Rocha, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En el coche comedor, que estaba atestado de gente y mucho barullo, se había organizado una gran partida de póker. Casey estaba ubicado en esa mesa, pero confesó que el poker no era su fuerte. "No soy un jugador de poker" dijo, mientras le alcanzaba una copa de champaña a Jack para brindar en voz alta: "¡Slàite! señor Kenny... Sé que usted jamás se arrepentirá de haber invertido en estas tierras... Ahora disfrute usted de su viaje y hágalo con placer..." -Chocaron las copas y bebieron el líquido espumoso mientras el traqueteo del tren avanzaba rumbo a Pergamino.

Jack, que era una persona muy sociable, estaba disfrutando el momento. Acostumbrado al trato permanente con la gente de su comunidad, comenzó a añorar ese hábito placentero cuando se internó en zonas más inhóspitas de la Provincia de Buenos Aires. Lejos de sus familiares y amigos, debió adaptarse a las nuevas formas de vida que le imponía un mundo más rudo y no menos sorpresivo. Ahora los silencios y las costumbres de estas tierras alejadas de los ruidosos centros urbanos, eran otros y él estaba dispuesto a asumir un mayor desafío personal. El hecho de radicarse en zonas pampeanas más alejadas, donde la realidad era totalmente distinta a las que ya conocía, lo llenaban de mayores responsabilidades. Pero, afortunadamente, tenía el apoyo de Kathleen, que en todo momento lo acompañó y alentó en sus proyectos. Desafiar a la naturaleza, ir siempre adelante sin titubear, era más bien un proyecto de Kathleen, que él asumía sin vueltas.

Al atardecer el tren llegó a Pergamino y los viajeros se dirigieron al hospedaje del pueblo. Allí estaban los carruajes y los caballos listos para la travesía del día siguiente.

INICIO DE LA EXCURSIÓN

El sol todavía no había asomado y los viajeros se instalaron para desayunar en el salón comedor. Allí estaba Micke Dinnen, el corresponsal del "The Southern Cross" y del "Westmeath News”, muy entusiasmado con el viaje, al que en sus informes calificó de "placentero y audaz”. 

En su conversación con Jack-, le dijo que debía sentirse orgulloso de haber nacido en esta tierra. "¡Nunca he visto una extensión tan grande de tierras! ¡Es una bendición de la naturaleza!". Jack, que conocía las llanuras ondulantes de Buenos Aires, no estaba sorprendido, pero sí ansioso por ver lo que vendría, porque no se imaginaba una tierra plana de horizontes infinitos como se las había descripto Don Santiago Brett.

Frente al hospedaje, un grupo de gente de variadas edades se juntó para contemplar los carruajes, dispuestos a iniciar la travesía. Era un espectáculo inusual para el pueblo. La gente no estaba habituada a desplazamientos de gente foránea, que en gran cantidad llegaba por ferrocarril. "¿Qué estarán haciendo por acá tantos ingleses?"- se preguntaban, sin saber que estaban frente a hombres que, desafiando las adversidades, aceptaban el reto de ensanchar las fronteras de la pampa. Hacia allá iban, cargados de proyectos y dispuestos a sortear todas las dificultades, con la esperanza de alcanzar el éxito de su audacia y no rendirse ante quienes presagiaban el fracaso.

Durante todo el viaje Mike Dinnen y Jack tuvieron la oportunidad de entablar una estrecha amistad. Jack concentraba su interés en saber de sus ancestros en Kilmacnevan, Co. Westmeath, pero Mike muy poco podía aportar a sus requerimientos, por cuanto había nacido en Cork, al sur de Irlanda. Por otra parte, la isla había atravesado la más cruel hambruna de su historia, y como queriendo eludir toda mención al drama de su patria, prefirió hablarle de sus experiencias en Chile y de su proyecto de abrir una escuela en San Pedro, si lograba que su hermano Peter emigrara a la Argentina.

Después de unas horas de viaje, el calor agobiante los obligó a tomar un breve descanso para refrescarse y permitir que los animales abrevaran en un pequeño arroyo bordeado de arbustos. Mientras se resguardaban a la sombra de los matorrales, sorpresivamente y sin que nadie lo advirtiera, apareció un jinete. El caballo, con un brinco instintivo se fue hasta el agua y el gaucho extenuado se desplomó inconsciente. Inmediatamente el postillón "Pancho" Varela y el conductor Lauro Cisneros, acudieron en su auxilio y le dieron de beber mojándole la cabeza y los pies para aliviarle la insolación. Cuando le desprendieron la vestimenta, "Pancho", con ojos exorbitados miró a los demás como pidiendo auxilio: "¡Es un cura!" -exclamó como si hubiese visto al mismísimo diablo. Los demás se miraron con tono de humor, aunque guardaron silencio mientras Jack y Edward Murphy se acercaron para calmar al supersticioso "Pancho", cuyo hallazgo era sinónimo de desgracia.

El hombre de contextura gruesa, morocho de piel pigmentada por el sol, fue tendido cerca del agua. El calor sofocante obligó al grupo a permanecer más tiempo en el lugar y a replantearse la necesidad de cambiar los horarios de viaje. La carencia de árboles frondosos agravaba la situación, por lo que consideraron más conveniente marchar a la luz de la luna. Esta iniciativa no fue aceptada por los conductores, que no querían transgredir directivas de sus patrones respecto al cumplimiento de los horarios, pero la intervención de Casey fue fundamental y se avinieron a la propuesta.

Durante el viaje el cura no articuló palabra debido a su congestión, y aunque lo intentó varias veces, sus dichos eran incomprensibles. Uno de los viajeros, imprudentemente comentó en voz alta: "it looks like he's tipsy", sin saber que el religioso entendía el inglés mejor de lo que muchos suponían. El sacerdote abrió sus ojos grandes, y mirando al hablador le apuntó el índice derecho haciendo movimientos negativos, para confirmar que no estaba en curda. La inesperada reacción del cura incomodó al desafortunado interlocutor y al resto de los viajeros, agitados por el movimiento del carruaje que sufrían las consecuencias del calor y la nube de tierra que flotaba en el interior del vehículo. Murphy se cubrió la cara con un pañuelo intentando contener la risa que le provocó la "metida de pata" de su acompañante, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo, porque cuanto más se reprimía, más se contagiaba.

- Are you upset Mr. Murphy? - preguntó Martin Dowling que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.

El cura abrió sus ojos saltones, y mirándolo a Murphy esbozó una sonrisa cómplice; éste comprendió el guiño del cura y sin más trámites liberó su risa con una carcajada que desconcertó al resto de los pasajeros.

- ¡Padre, usted se equivocó de vocación! -dijo Murphy dirigiéndose al sacerdote y riéndose a más no poder- ¡Usted debió ser actor!

El sacerdote intentó decir algo, pero fue presa de un ataque de tos, contagiado por la risa descontrolada de Murphy. Ante el desorden desatado, Martin Dowling le pidió a Fallon que ordenara al conductor detener los caballos porque el cura se estaba ahogando. Fallon, que hablaba el castellano un poco mejor que los demás, sacó la cabeza por la ventanilla y a los gritos conminó al conductor a detenerse, pero éste soslayó su llamado y continuó la marcha a toda velocidad.

Al atardecer la temperatura descendió y el sol bajaba lentamente como una gran bola de fuego, presagiando la proximidad de la lluvia. Esa noche el viaje fue lento, pero más aliviado. Al amanecer comenzó a divisarse el mangrullo del "Fortín Mercedes" reflejado por los primeros rayos solares. Los caballos aceleraron su marcha, como si supieran que ahí nomás, a muy corta distancia, les esperaba una jornada de descanso, después de un largo viaje agotador.

EN EL FORTÍN MERCEDES

La galera en la que viajaban Don Eduardo Casey y el matrimonio Maxwell, entre otros, fue la primera en llegar. Después lo hizo la segunda y finalmente la volanta, que por su liviandad y rapidez actuaba de auxilio ante cualquier contingencia.

Frente al fortín, se había congregado un grupo de vecinos movidos por la curiosidad de ver a los viajeros. Entre esas personas había una mujer que pedía a viva voz hablar con el Diputado "Murpi". De inmediato el hombre público se presentó y con esa rara mezcla que tenía de político, diplomático y militar, le preguntó a la mujer en qué podía servirla.

- ¡A mí no me tiene que servir nada! -respondió la mujer un tanto ofuscada- ¡Lo que quiero es que usted le diga a mi marido que si sigue 'chupando', lo van a mandar a la frontera!
- ¿Dónde está su marido, señora? -preguntó Murphy interesado por el reclamo de la mujer.
- ¡En la comisaría! -dijo ella sin titubeos.
- ¿Y qué está haciendo allí? -indagó el Diputado, creyendo que estaba detenido.
- Está de guardia... -aclaró la mujer, para sorpresa de todos.

Las preguntas iban y venían en medio de un fárrago de pedidos que la gente le formulaba al Diputado, a quien se lo consideraba un político influyente. En cierto momento Murphy se vio desbordado por exigencias absurdas, como la de la mujer del policía alcohólico, que pretendía quitarle el vicio destinándolo a la frontera. No obstante, Murphy opinó que tal vez el policía se iría gustoso a pelear con la indiada, si eso lo alejaba de la irascible mujer. Cuando Murphy le dijo que haría todo lo posible para que lo trasladaran al sur, ella se opuso terminantemente diciendo que sólo quería asustarlo, no transferirlo, e increpó a Murphy por pretender separarla de su marido. El tema dio mucha tela para cortar entre los viajeros y cada vez que surgía algún entredicho relacionado al carácter femenino, las chanzas irónicas apuntaban al diputado que las aceptaba de buen humor. Pero lo que en realidad preocupaba al hombre público y merecieron su intervención cuando regresó a Buenos Aires, fue el planteo de un joven maestro de escuela, que cuestionó severamente el nombramiento de un Juez de Paz analfabeto y la falta de un médico que atendiera la región.
En otro aspecto, el que estaba de parabienes era el cura, que se sintió muy animado cuando la gente se aproximaba para darle la bienvenida "al padrecito" que les había caído de sorpresa. Debido a su estado de salud suspendió la misión programada en la estancia de Michael Duffy, y continuó hasta el Fortín Mercedes, donde llegó para sorpresa de los feligreses del poblado.

Por aquellos días, el médico del asentamiento se había ausentado y no se sabía por dónde andaba y el sacerdote fue atendido por Doña Margarita Ponce, una anciana mestiza cuyas artes curativas de insolación, culebrilla, verrugas y otras menudencias, eran de la confianza de los lugareños. El cura, que conocía a la mujer, se sometió confiado a sus cuidados.

Eran las cinco de la tarde cuando los viajeros reiniciaron la marcha. En el horizonte grandes nubarrones y relámpagos anunciaban la proximidad de la tormenta, en medio de un calor agobiante, síntoma natural de las tierras planas de la pampa.

Habían iniciado la marcha cuando la tormenta se desató, y los baqueanos ubicaron los carros de espaldas al sur, en tanto el viento furioso arrastraba pajonales y nubes de tierra que impedían ver a corta distancia. Mientras llovía, los viajeros permanecieron estacionados en el lugar hasta que se oyó la voz del postillón azuzando a los animales y el inconfundible "¡arre!" del conductor que reinició la marcha rumbo al fuerte San Juan Bautista Melincué. La tarde agonizaba y el cielo se iluminó de estrellas. La gran tormenta se desplazó hacia el Nor Este y la brisa fresca llegó cual preciado regalo para los viajeros

Camino de la rastrillada


"Sobre la ancha llanura
libra sin miedo campal batalla
ya abate los fortines avanzados,
abriendo brecha al galope de una raza,
o rueda de improviso
sobre las poblaciones descuidadas
y ambiente de botín y ebrio
roba y asuela desde el pingo y pasa.
¡Muchos cautivos hizo! Son sin número.
Sus potros y sus vacas.
¡Es el señor indómito! ¡En su trono
brillan al rojo sol cien mil lanzas!"

La lluvia había empeorado el terreno; los caballos no podían afirmar sus cascos para avanzar con la rapidez que imponían sus conductores, entonces la marcha se tornó lenta y azarosa. Apenas comenzó a clarear uno de los animales rodó; abruptamente la galera sintió el sacudón y quedó clavada hacia un costado. Los ocupantes trabajosamente descendieron mientras el animal caído se sacudía tratando zafar de la maraña. Con gran pericia los postillones lograron evitar que el resto de los equinos se desbocaran, y uno de ellos, de tinte bizarro y pañuelo rojo en la cabeza, rápidamente peló la faca y en un santiamén degolló al animal. Cuando la marcha se reinició, una bandada de caranchos revoloteaba la zona.

El tramo por recorrer era el más inhóspito de la travesía; había que sortear senderos sinuosos cubiertos de pajonales y sectores plagados de maleantes. Los postillones que tomaron servicio en Fortín Mercedes conocían muy bien el territorio y no dudaban en tomar la iniciativa ante cualquier contingencia. Fue así que a media mañana los jinetes comenzaron a hostigar a los caballos, exigiendo más velocidad, y los carruajes comenzaron a sacudirse alocadamente.

A la distancia, una gran polvareda como si fuese un vendaval, alteraba la quietud de la pampa, en tanto que los guías pedían a los gritos, que nadie se asomara por las ventanillas. Minutos más tarde comenzó a quietarse el ambiente y pudo verse a la distancia a una bandada de ñandúes que se alejaba, perseguida por hombres de a caballo que se dirigían al poniente. Dos jinetes, uno muy joven y el otro entrado en años, se separaron del grupo y se acoplaron a la expedición mientras le ordenaban a los postillones que detuvieran la marcha, pero éstos se negaban mientras exigían más velocidad a las bestias. Ante esta situación, Casey, como jefe de la caravana, ordenó detener la marcha e inmediatamente descendió para dialogar con los perseguidores. Carismático y entrador como era don Eduardo, saludó a los desconocidos que se mostraban reacios a dialogar. Después de un momento de tenso silencio, el más viejo le preguntó a Casey qué transportaban, a lo que éste les respondió que, "además de pulgas”, llevaban algunas botellas de caña. Recién entonces soltaron una carcajada aceptando la broma y admitiendo que les gustaba el aguardiente. Estaban en esas tratativas cuando Edward Cleary, imprudentemente bajó de la galera y encendió la pipa. Inmediatamente los tipos fueron tentados y también querían cigarros. Casey, que había olfateado el aroma dulzón del tabaco, se dio vuelta y se sorprendió de ver a Cleary fumando a sus espaldas, como si estuviera en un club Dublinés. Un poco fastidiado lo miró de reojo, y con una dosis de ironía, le dijo:

- I believe you'll have to give up smoking, Mr. Cleary... (Creo que usted tendrá que dejar de fumar señor Cleary)
- What's that Mr. Casey? (¿Qué sucede señor Casey?) Preguntó Cleary, totalmente ajeno a la realidad.
- They want a smoke!? (¡Quieren fumar!) respondió Casey con énfasis, como hablándole a un sordo y remarcar el error de excitarles el deseo de fumar a los forasteros.
- Very well, I have tobacco in my baggage that comes in the load wagon... (Muy bien, tengo tabaco en mi equipaje que viene en la carreta de cargas) -atinó a responder Cleary.
- También tenemos pitada... -dijo Casey, dirigiéndose a los gauchos con el ánimo de entretenerlos mientras aguardaban la llegada del carro carguero- Pero lo tenemos en el último carro. aclaró señalando la retaguardia.

Los hombres tenían un aspecto miserable y aunque calzaban armas blancas, se mostraban pacíficos. Pero Casey, por la experiencia que adquirió en su primer viaje unos años antes, sabía que debía anticiparse a los hechos y prolongó la conversación.

- ¿Qué andan haciendo tan lejos del poblado? - le preguntó
- Estamo vizcachando...-dijo el mayor.
- ¡Ajá!... ¿Y agarraron muchas vizcachas? Preguntó Casey
- Maomeno.... - respondió- hay q'esperar la oscuridá...
- Veo que están cazando ñandúes… -acotó Casey
- Pa' bolearlas... ¡Ja, ja, ja, ja! - dijo el más joven lanzando una carcajada
- ¿Y cuántas agarraron con las boleadoras?
- Ninguna... ¡Ja, ja, ja, ja! - volvió a reírse el chico
- ¿No sabés bolearla? - preguntó Casey
- Porque no haice caso... -aclaró el otro
- Deberías escuchar a los mayores, muchacho... Los años no pasan al pedo... - soltó don Eduardo intentando entrar en clima que amenazaba volverse denso, mientras el mayor se henchía de orgullo por sus palabras. Sobre el pucho, Casey preguntó:
- ¿Hay matreros por el pago?
- ¡No! - respondió el mayor - Hace uno día andaba la milicada rastriyando el pago y tuitos se rajaron...
- ¿Milicos?
- Si, de Melincué... Cada tanto andan di'arriada pa' agarrar matreros...
- ¿Y a quién andan buscando? - insistió Casey con la intención de tomar conocimiento de lo que ocurría en la zona.
- A lo hermano Ajcurra... - dijo el viejo - Se juntaron con lo infiele y andan piyando crestiano pa' robarle...

Esta gente se expresaba con precariedad, lo que mostraba que eran seres abandonados a su suerte en medio de un desierto salvaje, donde se mezclaban prófugos de la justicia, desertores, criminales y hasta víctimas perseguidas por caudillos mafiosos que armaban bandas delictivas y los usaban para sus fechorías. Ellos también huían de la civilización y buscaban refugio entre los indígenas, que pacíficamente se asentaban a orillas de la laguna.

Cuando llegó el carro con las alforjas, Casey ordenó la entrega de los porrones y la caja de tabaco, que Cleary entregó con resignado pesar, al ver que con ellos se iban la mitad de sus placeres.
- ¿Entonces no hay peligro de que nos asalten? -volvió a insistir Casey cuando le alcanzaba los obsequios al viejo.
- ¡No, siño'! - respondió el jovencito - No joden más lo Ajcurra...
- ¿Los Azcurra? ¿Quiénes son? - quiso saber Casey
- Son bandido que andan piyando el pago...
- ¿Los asaltaron a ustedes?
- Aura no... Estamo' armao'... - aclaró el otro palpándose la cintura y ostentando la jefatura del grupo.

Con gran entusiasmo el mayor tomó los porrones y los puso en una bolsa atada a la montura y en la chuspa el tabaco y las cerillas. Luego, con una espolada partieron a toda carrera al encuentro de sus compinches.
Más adelante Casey daría su opinión sobre esta gente que vivía en la extrema pobreza. ¿Quién podía interesarse por ellos viviendo en semejante precariedad, sin otro bien que sus caballos, boleadoras y facones? Mucho tiempo después se supo que los hermanos Azcurra eran dos forajidos de la época rosista, cabecillas de una banda de delincuentes que se mezclaba entre la gente nómada para burlar a sus perseguidores. Generalmente lograban eludir a la autoridad, ya que en cierto sentido, protegían a sus forzados huéspedes. Capturar a estos salteadores tenía especial valor para los milicos, porque se adueñaban del botín y luego los volvían a dejar libres para que siguieran con sus tropelías. Los Azcurra fueron capturados en varias oportunidades, pero al poco tiempo eran liberados, por lo que se convirtieron en un azote para toda la región.

Declinaba la tarde y el iracundo postillón del pañuelo rojo anunció con grito triunfal:

- ¡"El Hinojo"! ¡"El Hinojo"!

Estaban a corta distancia de la Estancia "El Hinojo", de don Santiago Turner enclavada en el corazón de las tierras del Venado Tuerto.

ESTANCIA “EL HINOJO”
(Breve resumen previo)

Cuando Eduardo Casey define la compra de los campos fiscales en el sur de la Provincia de Santa Fe, adquiere una porción de tierra donde funda la estancia "El Hinojo", cercana a la laguna del mismo nombre. Para poblar y administrar esos campos, encomendó la tarea a su amigo Santiago Turner, mientras él continuaba haciendo negocios en Buenos Aires y Montevideo.

Fue así que cuando Turner llegó a la zona, se encontró con que ya había habitantes en las inmediaciones de la laguna, entre ellos don Agustín Correa, un herrero habilidoso y excelente arriero, respetado por sus congéneres, quienes lo consideraban "el cacique" de la aldea. Este gaucho junto a José Flores, un baqueano algunos años mayor que él, fueron la mano derecha de don Santiago en el emprendimiento encomendado por Casey. Estos dos hombres habían conocido a Casey en la primera excursión realizada en 1880, cuando los viajeros se extraviaron en las cercanías de la laguna de Christophersen y ellos los guiaron hasta los campos del tuerto venado.

CASEY EMPRENDE SU SEGUNDA EXCURSIÓN

A principios de diciembre de 1882, Casey comunicó a Turner de su segundo viaje a los Campos del Venado Tuerto y envió un carretón con los elementos necesarios para la estada de un contingente de aproximadamente veinte personas que lo acompañaría en la travesía. Desde ese día la peonada que estaba a cargo de Correa, dio inicio a las tareas de reparación y limpieza de los alrededores de la estancia, donde debían prepararse habitaciones para los visitantes.

Fue así que se blanquearon las casas, se revocaron algunos ranchos y se cambiaron algunos palos del palenque; el aljibe lucía un nuevo crucero y el eje de la roldana fue engrasado para que no chirriara. El patio del sector fue rastrillado de malezas y las casas lucían relucientes; las piezas se fumigaron para matar pulgas, chinches y garrapatas, que había en abundancia, y como dijo don Agustín: "es gente de la ciudá y hay que verse limpios y sanos", parafraseando el mensaje que Casey le hiciera llegar con el carretero.

Por especial encargo del señor Turner, el viejo Agustín estuvo vigilante en espera del característico revoleo de tierra visto a la distancia, anunciaba la cercanía de la caravana. Eran aproximadamente las seis de la tarde del 19 de diciembre de 1882, cuando divisó movimientos en el horizonte.

Inmediatamente encendió el fuego y clavó sendos espetones con tres corderos para que estuvieran listos a la hora de la cena. Terminada la faena, y vistiendo sus mejores prendas, al galope se fue al encuentro de los viajeros en compañía de su segundo, el baqueano Bernardino Gauna.

Cuando la caravana llegó a la estancia, fueron recibidos por Don Santiago y su familia. La señora Mary y su hija María Ana prontamente atendieron a la señora Anne Maxwell y la invitaron al interior de la casa, en tanto los hijos Guillermo y Andrés ayudaban a liberar a los caballos y a descargar los baúles para depositarlos en el interior de la vivienda, mientras los demás viajeros se fueron acomodando en los cuartos de huéspedes, dedicándose a refrescarse en el cuarto anexo a la cocina.

El encuentro entre los viejos amigos fue emotivo. Hacía un año y medio que no se veían personalmente, y a pesar de la comunicación epistolar que mantenían permanentemente, Casey quedó asombrado por los progresos de la estancia. La frondosidad del arbolado y el señorío de la flamante casa, fue uno de los principales temas que abordaban los visitantes. Apoltronados en unos sillones de mimbre ubicados bajo la amplia galería con frente al norte, conversaban saboreando un whisky escocés mientras fumaban un habano, cuyo aroma dulzón inundaba el lugar.

Frente a las habitaciones de los peones, ubicadas detrás del cerco que rodeaba la residencia, se tendió una mesa y se encendieron los faroles. Algunos prefirieron reunirse alrededor del fogón para servirse de la estaca, en tanto Casey y Correa junto con los jóvenes Turner, trinchaban la carne para servirle a los "gringos", que no tenían la menor idea de cómo manejarse para desmenuzar el asado. Durante la comida la conversación giró en torno a los hechos acontecidos durante el viaje y a planificar la recorrida por los campos de Loreto que debía iniciarse al amanecer del día siguiente.

Servicial, Doña Juana Correa escanciaba vino tinto de un barril y convidaba a los visitantes. Los más acriollados se deleitaban empinando una bota española que iba de mano en mano y según decían, la dejó olvidada un comerciante "gallego” que pasó por el lugar en su camino a Chile.

Terminada la cena algunos se retiraron a descansar y otros prefirieron continuar compartiendo la tertulia al aire fresco. Entre el paisanaje reunido estaba Don José Flores, el más anciano de los aldeanos, que recordaba haber guiado a Don Eduardo dos años antes, cuando los viajeros confundieron la laguna del "tuerto venado" ubicada más al sur, con la de "El hinojo". Y el viejo gaucho dijo con picardía que "¡estuvieron perdidos seis días! Iban de acá pa’yá, deayá pacá, como tropiya sin madrina!", refiriéndose a la medición de los lotes. Casey terció para aclarar que los campos se medían marchando una hora cada tres leguas, con un aparato que coordinaba el tiempo y la distancia. "Fue un trabajo lento -dijo- y se hizo con mucho cuidado, lo que permitió obtener excelentes resultados".

En esta ocasión la excursión tenía por finalidad mostrarles a los interesados los campos prolijamente amojonados y listos para ser trabajados. Para ello no había mejor cuadro para mostrarle a los visitantes la obra de realizada por Don Santiago Turner en la Estancia "El Hinojo", donde la verde pradera mostraba las bondades de la tierra y el frondoso arbolado proveía la sombra y el reparo necesarios en la inmensidad de la llanura salvaje.

Más tarde, y a pedido de uno de los visitantes, Don José Flores, que no sabía de sus años pero que se estimaba eran muchos, relató su enfrentamiento con los infieles cuando le chuzaron el cuerpo a lanzazos. El anciano, cuyas cicatrices mostraba orgulloso cual signo de guapeza, causó asombro y despertó el interés de los presentes. Michael Dinnen, hombre de letras y conocedor del idioma español, hacía de traductor para los extranjeros, pero si el gaucho usaba términos coloquiales, el que traducía era Don Eduardo.

Mientras el gaucho veterano avanzaba con su relato y mostraba las cicatrices, uno de los presentes se desplomó. Algunos dijeron que era por la bota que había empinado en exceso, pero otros más benévolos, opinaron que se asustó creyendo que los indios merodeaban el lugar. Lo cierto es que el hecho favoreció a Casey, que de inmediato sacó una botella de whisky y le sirvió un trago al gringo "pa' subirle la presión". El remedio dio resultado, porque el hombre durmió como un angelito y no se despertó hasta el amanecer. Aprovechando la oportunidad, las damas se retiraron y la señora Anne Maxwell cuando fue a despedirse de su marido, muy sutilmente le susurró al oído: "Don't forget your prayers". El hombre asintió con un movimiento de cabeza, pero dudó que pudiera rezar un Ave María.

La noche cálida y serena de ese 19 de diciembre de 1882, invitaba a los melancólicos soñadores a continuar la conversación. El brillo de la luna envolvía esplendorosa la llanura pampeana, y las estrellas, contagiadas por la magia poética, parecían querer desprenderse del firmamento. Entonces Don Agustín Correa sugirió a su ayudante Bernardino Gauna que los animara con música y canciones. Sin hacerse rogar, el improvisado músico tomó la viola y entonó una milonga triste. Luego siguió con una vidala cadenciosa, que todos escucharon con nostálgico silencio.
El largo viaje doblegó a los viajeros, que sin resistencia se entregaron al sueño reparador, mientras los más curtidos continuaron conversando hasta la medianoche. Luego la quietud y el silencio fueron invadidos por melodiosos cantos de los insectos y el chillar de pájaros menores alarmados por los búhos cazadores.

Al día siguiente les esperaba una larga y fatigosa jornada.

EL AMANECER

Con las primeras luces del día, los pájaros iniciaron su ruidosa faena. Chimangos y caranchos se comunicaban con sus pichones hambrientos, emitiendo molestos y ensordecedores chillidos, mientras revoloteaban buscando comida.

Desde muy temprano el ambiente se había impregnado con olor a humo. El fuego para el mate estaba en marcha y el murmullo de conversaciones sigilosas, mezcladas con algunas bromas risueñas, marcaba el inicio de los trabajos del día.

Entre bostezos y algunos estornudos sonoros, los gringos comenzaron a desperezarse. Inconfundible, se oyó la voz grave de Don Eduardo cuando se fue hasta las casas de los peones a tomar unos amargos junto al aljibe; allí planificaba la primera recorrida con el mayordomo. Una hora más tarde, Casey, Murphy, Dowling, Kenny, Fallon, Mac Loughlin y Geoghegan estaban en camino secundados por cinco peones. Dinnen, Gahan, Cleary, Brett y Maxwell y su esposa, prefirieron quedarse y recorrer los alrededores.

Como a Don Eduardo le gustaba cabalgar, prefirió hacer gran parte del recorrido a caballo, "tanto como para aflojar las nalgas". Los que montaron durante todo el recorrido fueron John Kenny, Michael Fallon, Martin Dowling y Pat Joe Geoghegan, que se sentían más cómodos sobre los recados, evitando tener el culo sobre los duros asientos carreteros.

A poco de andar, se encontraron con una tropilla de caballos salvajes, hermosos ejemplares blancos, con sus crines al viento jugaban y brincaban persiguiendo a una yegua tobiana. Los animales, inquietos por la presencia extraña, se detenían ocasionalmente para observar el movimiento de la caravana.

De pronto, Jack Kenny y Pat Joe Geoghegan, compitiendo entre sí, salieron a toda carrera detrás de la tropilla jugando a quién la alcanzaba primero. Pero los cimarrones llevaban mucha ventaja; se movían con tanta libertad, que abruptamente giraron hacia la izquierda y desaparecieron detrás de los juncales que ocultaban la laguna.

En esa carrera loca, perdices y liebres salían espantadas por los cuatro costados, y los jinetes sintiendo el placer de niños traviesos, reían gozosos de la libertad que les ofrecía la generosa pampa.

Ciertamente, la sensación de libertad que se percibía no tenía comparación. Los hombres desearon quedarse más tiempo contemplando la naturaleza, disfrutando de la quietud, interrumpida por el suave y cálido viento norte que invitaba a la meditación. "Sin dudas -pensó Jack - Dios está aquí, en este silencio, en esta inmensidad de la naturaleza".

Por un instante ambos jinetes sintieron la necesidad de agradecer, y como un solo hombre se apearon y rezaron con unción. Estaban agradecidos al Creador por su bondad y por tanto desafío. Allí, cual paraíso terrenal en pleno desierto, surgía un plan de vida para ellos; eran los elegidos para poblar este suelo.

- ¡Amo este lugar, Pat! -le dijo Jack a su compañero- ¡Es todo tan verde! ¡Tan cristalinas sus aguas! ¿Te diste cuenta de la gran variedad de pájaros y pequeños animales salvajes que salen por todos lados? ¡Es vida, Pat! -terminó con vehemencia.

Jack, en cuclillas junto a Pat Joe, con los brazos apoyados sobre sus rodillas, contemplaba el lago. En sus pensamientos estaban Kate y las niñas. ¡Oh, cuánto las extrañaba! Siempre las tenía presentes en cada uno de sus actos mientras planificaba para sí: "Allí, cerca de la laguna construiré la casa y los animales tendrán pasto y agua en abundancia". Cuando le contara a Kate seguramente ella, que era mucho más aguerrida y emprendedora que él, aprobaría sus planes y no escatimaría esfuerzos para lograrlos.

Pat Joe seguía atento a todo lo que le decía su amigo, pero no sabía qué responderle. Se preguntaba ¿Qué era lo que sentía Jack? ¿Qué era lo que lo atraía tanto de esta tierra? En su intimidad, confesaría tenerle un poco de envidia. ¡Cuánto hubiera querido sentir lo mismo que Jack! Ambos conocían los campos de Buenos Aires, ondulados, con sus ríos y arroyos de variados caudales, pero nunca habían visto una tierra tan plana, como solía describirla Jack: "a flatt ground", donde parecían no existir fronteras.

Tiempo después Pat Joe comprendería que sus caminos no eran los mismos. Jack estaba destinado a habitar esta tierra, y él, a pesar de ser irlandés, se sentía parte de Suipacha donde se había asentado con su familia. Jack en cambio, como buen argentino, amaba esta tierra como ninguno.
¡Y esta era la primera oportunidad que tenía para convertirse en "land owner"! Todo era novedoso e intrigante, era como internarse en un laberinto, y a Jack le gustaba explorar todo lo desconocido.

Más tarde, de regreso, mientras los jinetes se aproximaban a la caravana a todo galope, Don Eduardo, con su sombrero en alto y su cabellera entrecana al viento, los saludaba con desbordante alegría: "Hi! fellows! That's great! Enjoy yourselves, and feel the free land you have the chance to live on!"

A la hora de almorzar, una media res de ternera que don Agustín había ordenado preparar, fue motivo para conversar sobre las bondades de la tierra y las posibilidades que tendrían quienes pretendían trabajarlas.

A los "gringos" les interesaba escuchar a los peones. Ellos conocían el lugar, aunque no habían nacido en él, pero habían vivido el tiempo suficiente para opinar sobre sus ventajas y sus riesgos.

Entre el paisanaje había dos mozos entrerrianos, que hablaban solamente lo necesario, pero que habían demostrado tener gran habilidad para la supervivencia. Antes habían pelado y cuereado con increíble habilidad, una veintena de perdices y algunas liebres que cazaron con sus boleadoras, montados en un gateado liebrero. Por la tarde apresaron algunos bichos más, los suficientes para preparar una buena comida para la noche. En reconocimiento a la habilidad, y en tren de bromear, los muchachos fueron nombrados "caballeros de caza mayor", y desde ese día se encargaron de la provisión de víveres para el "ranchero" Prudencio Cisneros.

Don Prudencio era un criollo curtido que había llegado al fuerte Melincué, contratado por un colaborador del Ingeniero Guillermo Wheelwright, para que atendiera a un grupo de topógrafos que estudiaba el terreno de la futura red ferroviaria.

El criollo era de aquellos hombres que conocían las más recónditas intimidades de la tierra. Amante de la naturaleza, se desvivía por aprender todo sobre la evolución de las especies y los nuevos descubrimientos de la ciencia. Sorprendió a los presentes cuando relató que en la Patagonia había desembarcado un tal Dargüin, un científico inglés que sostenía que nuestros antepasados eran monos. ¡Ni qué decir de las respuestas que tuvo la teoría y la polémica que desató! ¡Nadie quería ser hijo de monos! Entonces el tema terminó entre bromas, y cada uno guardó celosamente su opinión sin darle mayor importancia al tema.

Lo que despertó el interés de todos, fueron los conocimientos que demostró tener este auténtico gaucho pampero sobre las especies animales de la región. Descolocó a quienes hablaban de avestruces, cuando en realidad se trataba de "ñanduces", como decía él. Pero no se detuvo allí en su coloquio y recordó que en cierta ocasión, cerca de la laguna del "tuerto venao", un muchachito llegó corriendo muy asustado al campamento, tan pálido y agitado que parecía no tener sangre, mientras se esforzaba por explicar lo que acababa de encontrar. Decía que había visto un enorme león devorándose un ternero junto a la laguna. De inmediato todos montaron sus pingos y partieron al lugar. Cuando llegaron, se encontraron con un mísero gato montés que, de tan arruinado que estaba, logró derribar a una pobre vaca vieja que sucumbió rápidamente. El gato, que se había cansado tanto para derribarla y en comer un poco de su carne dura, estaba echado, con la lengua afuera y casi sin fuerzas para levantarse.

En este tramo del relato, uno de los peones no resistió intervenir, y con esa picardía criolla tan arraigada, comparó la situación del gato con la virilidad del hombre.

- ¡La pucha! -se lamentó- ¡Tanta juerza al pedo pa' comer carne dura!

El comentario movió a risa y todos festejaron la ironía del gaucho. Luego siguieron otros, hasta que por fin Cisneros pudo continuar con su historia. "El gato - dijo - a pesar de estar arruinau se paró y quiso escapar, pero las boleadoras del Cirilo Charras le dieron en las patas y el animal cayó redondo, mientras el chuzo del chino Barrios se le hundía en el corazón y lo dejó frito". Con este relato, don Prudencio daba otra lección. En la pampa no había leones ni tigres, sino pumas, gatos monteses y abundantes "gatos pajeros", llamados así por estar siempre agazapados entre los pajonales.

Mucho más tenía el hombre para relatar sobre la vida animal, pero la tarde se había puesto extremadamente calurosa y los "gringos" que no estaban acostumbrados a permanecer tanto tiempo a la intemperie, se acostaron a dormir una siesta reparadora.

La tormenta

Pasaron las horas y el sol se ocultó detrás de grandes nubes que descargaban relámpagos con furia. De pronto comenzó a soplar viento fuerte y la gente se refugió en la carpa estaqueada junto a los carros. Enseguida comenzó a llover y se armó la tertulia en derredor del brasero.

Era de noche cuando dejó de llover. Los faroles iluminaron el campamento y el ranchero preparaba la comida. Sentados en círculo, el paisanaje charlaba entre mate y mate; más allá, Don Eduardo le daba al whisky platicando en inglés con sus congéneres.

De pronto se oyó rasguear una guitarra y el canto de una zamba. Los gauchos, propensos a creer en mitos fantasmales, aliviaban con versos las penas de los espíritus errantes cual se fueran plegarias reparadoras.

Decían que por allí, en noches de luna llena, campeaba el pago una madre en busca de su niño perdido. Andrajosa, el ánima desconsolada vagaba llorando la ausencia de su angelito. Arraigo de la estirpe gaucha, la creencia se fue trasmitiendo y no hay campamento donde brille la luz de un fogón, donde no se recuerde, por mito o por tradición, al angelito cautivo:


Se vino la noche copandose al sol,
y sobre los campos su manto tendio.
El ojo 'e la luna se puso a vichar,
farol de los gauchos en la oscurida.
Por el sendero
gimiendo va
una carreta que va pa'l poblao
hamacandose de aqui para alla
mientras sentao en el pertigo va
el viejo Pancho Aguara.
Campiando un cariño, por las sierras va
el alma de un gaucho por la oscurida.
Comentan los viejos santiguandose
que busca un cariño que murio por el.
Viejos recuerdos de tradición
que se han metido en el alma, y así
se escucha decir con gran devoción,
y en las noches de mi pampa oi
cantar juntito al fogon...


Pero enseguida se cambió el repertorio y con espíritu festivo, los ánimos se alegraron con cuecas y rancheras.

La iniciativa fue contagiosa, y Martin Dowling, dejando su enorme pipa humeante, sacó su armónica y también fue de la partida. Con un ligero "Jigg" bailoteaba al compás de la música, animando a la audiencia que lo seguía con palmas y algunos gritos camperos. Para no ser menos, sobre el pucho abandonó su armónica y cantó una canción melancólica que sólo algunos entendían, pero que fue aplaudida por todos.

Una cena muy especial

El suculento guiso de perdiz fue acompañado por un plato especial de pescado, que según el ranchero lo habían atrapado en la laguna. Eduardo Murphy, que se jactaba de ser un buen pescador en Saladillo, fue el que más lo elogió. "No tiene nada que envidiarle al pescado de mar" -dijo chupándose los dedos- "¿Qué pescado es?" -preguntó. "Trucha lagunera" respondió don Prudencio, tanto como para darle una respuesta a Murphy, que se fue a dormir convencido y muy satisfecho de haber comido su plato favorito.

La noche fue avanzando y poco a poco se fueron entregando al sueño. Dowling se alejó un poco más, buscando refugiarse en la profundidad de la noche y encontrase a sí mismo; a la distancia se oyó su armónica entonando una suave melodía de la lejana Irlanda.

Por la mañana muy temprano comenzaron los preparativos para continuar la recorrida hacia los campos de "Loreto". Kenny, Fallon, Dowling y Geoghegan estaban ensillando sus caballos cuando se acercó Don Prudencio con un lagarto muerto que -según dijo- habían cazado los gurises entrerrianos. El aspecto del reptil, al que le faltaba la cola, era repugnante. Los muchachos lo miraron y arrugaron sus narices con asco, en tanto el ranchero, con sus ojitos achinados y un “grin” malicioso que brotaba de su boca de dientes grandes, ponía al descubierto la receta de la noche anterior. Repentinamente Fallon se retiró apurado hacia un costado y comenzó a las arcadas afectado por una feroz descompostura, mientras los otros se desternillaban de la risa. El ranchero, viéndose en apuros, se fue a pasos acelerados cuando recordó que Fallon había compartido el "plato de pescado" con Murphy.


Fue otro aporte de Cisneros a la convivencia en pleno desierto pampeano.



Certificado Acta Casamiento de 
Juan Kenny y Catalina Hevey


Santiago “Diego” Kenny Healion, nació en 1886 y murió el 31 de enero de 1919. Contrajo matrimonio en Venado Tuerto el 25 de abril de 1917 con María Catalina Gaynor, nacida en Lincoln, PBsAs., de 26 años, hija de Baltasar Gaynor y Marcela Heffernan. Testigos: Juan Kenny y Marcela Gaynor de 22 años, ambos residentes en San Eduardo. Orifió el Rdo. P. Mari. La fiesta de bodas tuvo lugar en el “Hotel Noelo”. 



Daniel Luis O’Brien Keenehan nació en Carmen de Areco el 16 de septiembre de 1878 y falleció en Venado Tuerto el 26 de enero de 1951; contrajo matrimonio el sábado 18 de junio de 1917 con María Ana O’Donohoe Young, hija de Tomás O’Donohoe Moran y Catherine Young Fennon, que falleció el 03 de noviembre de 1953. Fueron testigos de la ceremonia Jerónimo O’Brien y Brígida O’Donohoe de 23 años



De pie de izq. a derecha: Guillermo Chapman (niño) Patricio Chapman, Rosa Kenny (de Wallace) Juan Dallegri, Elena Gerlach (de Dallegri) Catalina Kehoe (de Wade) María "Minnie" Kehoe (de Rourke) Alicia Gerlach (de Dallegri) Bernardo Kenny y Brígida Kehore (de Kenny)
Sentados; Inés Ryan,Juliana Kenny (de Chapman) Stella Ryan, Patricio M.Chapman (niño) Margarita Yan, Claudio Lionel Huhn, NN, Eduardo Huhn y Cecilia Hegarty de Huhn





Juan “Jack” Nicolás Kenny Heavy, nació en 1886 y fue bautizado en la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Venado Tuerto el 30 de agosto de 1886. Murió el 27 de febrero de 1941 de septicemia carbunciosa (Dr. Luis Chapuis - Acta N° 47 de fallecimientos). Fue bautizado en Venado Tuerto por el Padre Edmundo Hill a cargo de la misión celebrada en 1886. Contrajo matrimonio el 28 de junio de 1916 con Marcelina Gaynor Heffernan, la que nació en Lincoln (Provincia de Buenos Aires) el 12 de febrero de 1896 y falleció en Buenos Aires el 05 de mayo de 1985, siendo sepultada en Venado Tuerto. Testigos de casamiento: Patricio Chapman y Miguel Wade. Ofició el Padre José T. Maxwell.









Daniel O'Brien Keenehan y Pedro Downes Heffernan

Laurence Ginell en Venado Tuerto con el Rvdo. Juan Sheehy año 1921