DESDE BUENOS AIRES A SANTA
FE - LA HISTORIA DE LOS PRIMEROS POBLADORES IRLANDESES (alegoría)
LOS
O'DWYER
'Norah, dear Norah, I cant live without you,
What made you leave me to cross the wide sea
Norah, dear Norah, oh! why did you doubt me
The world seems so dark and so drearly to me?
Why from old Ireland have you been a ranger
Why have you chosen the wide world to roam
Why did you go to the land of the stranger,
And leave your own Barney alone, all alone?'
James
O’Dwyer nació en Morristown, Condado de Westmeath en 1820. Llegó a la
Argentina en 1845 con su madre y cuatro hermanos menores, de los que se hizo
cargo tras la muerte de su padre en alta mar. En 1860, en Suipacha, contrajo
matrimonio con Elisa Nolan, que nació en Milltown, Condado de Kerry, y tuvieron tres hijas: Clare,
Rose y Josephine.
James
se había forjado un buen pasar, y aunque logró hacerse de unas 500 hectáreas
entre las propias y la herencia de su esposa, trabajaba de mayordomo en una de
las estancias más extensas de la familia Gaynor en la Provincia de Buenos
Aires, mientras que sus hermanos se ocupaban de la propiedad familiar bajo la
tutela de la señora O´Dwyer. Conocedor de la actividad ganadera, era un experto
en la cruza de razas ovinas, experiencia que le sirvió para hacer lo propio con
las bovinas, cuya calidad mejoró considerablemente en pocos años, habilidad que
le reconocieron los Gaynor.
Hombre
capaz y trabajador; era un tipo de gran vitalidad, aunque la serenidad fue
siempre su principal adversaria. Inquieto y emprendedor, amable y servicial,
pero de un temperamento revoltoso. No hacía falta darle mucha “manija” para que
rápidamente engranara ante cualquier contratiempo. Tal vez esa fogosidad haya
sido la causa de algunos roces que tuvo en la vida.
Sus
tres hijas ingresaron a la Congregación de monjas irlandesas “Sisters of
Marcy”, pero solamente Rose, la del medio, había renovado sus votos. Clare, la
mayor, abandonó los claustros cuando se agudizaron algunas pesadillas que le
alteraban el sueño, lo que obligó a Mother Honoria, la Superiora, a sugerirle
que se tomara un tiempo para meditar sobre su verdadera vocación. Consecuentemente
sus padres la enviaron a descansar una temporada en la casa de sus tías Bess y
Molly Brett en San Antonio de Areco, donde seguramente serenaría su espíritu. Fue
la Hermana Superiora quien impuso a los padres de la novicia las razones de la
medida. Las dudas que asaltaron a Clare sobre su vocación religiosa mellaron el
orgullo de la madre, que no pudo asimilar la deserción. En contraposición, el
padre parecía tener otro punto de vista sobre el asunto, aunque no lo
manifestaba. Él estaba orgulloso de sus tres hermosas hijas, y más tarde se
alegró mucho cuando le chimentaron que Clare había entablado amistad con Tommy
Ryan, único heredero de unas 600 hectáreas en la zona de Arrecifes.
A
pesar de haberse formalizado el noviazgo de su hija con el joven Ryan, no todo
marchaba como lo deseaba James. En tren de hacer averiguaciones, se enteró que
el padre de su pretendido yerno, old Thomas Ryan, con sus setenta y pico a
cuestas, no gozaba de buena salud y que su esposa Norah (que declaraba tener
cincuenta, pero en realidad eran cincuenta y cinco) lucía bella y saludable.
Esto lo llevó a no distraerse y prevenir que no se diezmara la herencia del
candidato de su hija. Una de las causas que podrían alterar la situación, y que
comenzó a inquietarlo sobremanera, era el enjambre de pretendientes (“a junk of
fools” los tildaba James) que merodeaba la residencia de los Ryan,
ante la pronta e irreversible viudez de la señora Norah. Este hecho, de
concretarse, reduciría considerablemente la herencia, si a la virtual viuda se
le antojara formalizar segundas nupcias. Y aunque él sabía que no se podía
hacer nada al respecto, estaba decidido a forzar el aislamiento de la mujer de todos
aquellos desfachatados calentones.
Entonces
su imaginación se llenó de fantasmas; se ponía furioso cuando veía cómo los
Kehoe, los Furlong, los Helliff y hasta Pat Murray, ese tacaño solterón dueño
de 300 hectáreas, se desvivían por atender a la bella señora Norah. En cada
gesto, en cada acción de aquellos pillos, veía intereses mezquinos, sin
advertir que era su propia avaricia la que nutría su imaginación. Los números
que James guardaba secretamente en su cabeza, y que no se atrevía a manifestar,
no eran descabellados, eran simples cálculos matemáticos que reflejaban la
realidad y pronosticaban que, de seguir este camino, su hija terminaría siendo
la esposa de un puestero.
Dios,
que no le había dado hijos varones, lo había compensado con estas tres hijas, a
las que no cambiaría por todo el oro del mundo. "I want the best for my Queens" -decía, como buscando un
justificativo a sus obsesiones que ronroneaban su alocada cabeza.
James
visita a Thomas Ryan
El
día que James visitó a su futuro consuegro, lo atendió Jacinta Quiroga, la ama
de llaves, una mujer criolla que había nacido en la casa de los Ryan, donde
adquirió los modales refinados y el “brogue
style” inglés de los Ryan. La joven mujer de tez morena y ojos verdes lo
condujo hasta la sala de estar donde lo acomodó en un confortable sillón frente
a la chimenea con la promesa de servirle una taza de té.
James
se sorprendió de ver a tanta gente conversando sigilosamente en grupos, algunos
gustando el té de las cinco y otros bebiendo algunos tragos fuertes para
amortiguar el frío de julio. En ese momento lo primero que se le cruzó por la
mente fue que el viejo se había muerto; pero esas dudas se disiparon apenas
apareció la señora Norah para saludarlo y agradecerle su interés por la salud
de su esposo. De inmediato la joven mujer, que no vestía luto y estaba elegante
como siempre, con un gesto cortés lo invitó a pasar a la habitación.
Cuando
entró a la pieza James sintió chuchos de frío. En el ambiente tenuemente
iluminado por un cirio y el chispeante fuego de la estufa, vio al anciano
envuelto en un mar de sábanas (que más bien parecían mortajas) en medio de un
penetrante e indefinido aroma, que tal vez provenía de los jarabes de múltiples
colores que había sobre la mesa de noche. Enseguida oyó la voz del anciano que
lo invitaba a acercarse:
-
“¡Adelante James! –saludó el irlandés
con esforzado entusiasmo- “¡San Pedro
todavía no me quiere en el cielo!” -ironizó- "Este es mi pasaporte...” -dijo mostrando el rosario de
cuentas negras que tenía entre sus manos.
El
recibimiento afectuoso ayudó a James a relajarse y a intercambiar algunas
palabras con el enfermo,
que no abandonaba su cordialidad. A pesar de la gentil acción del anciano,
James siguió con disimulo la terrible angustia que lo envolvía. No era para
menos. Estaba frente a los futuros suegros de su hija, que por aquellos días
eran la comidilla de todo el pueblo ante la inminente viudez de la señora
Norah, ahora acosada por una banda de halcones sedientos de sus bienes.
En
ese momento necesitaba con urgencia apaciguar esos nervios que amenazaban con
desatar una diarrea incontrolable. ¡Cuánto deseaba que le sirvieran un trago
fuerte para apaciguar sus intestinos! Inútil fue la espera del whisky. En otras
ocasiones lo convidaron con un “Irish Mist”,
el licor que importaban de Irlanda, tan fuerte como para tumbar al bebedor
más empedernido. Pero ahora el horno no estaba para bollos. “Tal vez
-reflexionó- sea para no tentar al viejo”, que también sería de la partida en
otras circunstancias.
James
permaneció en la residencia el tiempo necesario. Acaso su estada fuera
demasiado breve, pero el doliente no estaba en condiciones de soportar mucha
conversación, de suerte que se despidió y la señora Norah lo acompañó hasta la
puerta. En ese instante llegaba Willy Kehoe, reconocido por sus correrías
chineteras y flirteos amorosos. Al verlo la señora fingió sorpresa y despidió a
James deprisa, mientras recibía con efusión a Willy, que con la misma rapidez y
elegancia, extendió su brazo que ella tomó para ingresar a la casa.
James
contempló la escena y miró con envidia al atorrante.
-
¡Pronto serán otros los vientos que
soplen en la estancia! –pronosticó, y partió al boliche del vasco Benito
Arzúa, donde disfrutaría de un buen trago de aguardiente.
En
el boliche del vasco
En
el boliche James se encontró con el inefable Alfy Kelly, su amigo de toda la
vida. Ese día no era el mejor momento de Alfy. Hacía dos horas que estaba allí
cargado con un caudal de tragos que superaba todo récord. Cuando lo vio entrar a James, se abalanzó
sobre él para darle un efusivo abrazo que todos los presentes festejaron. Hacía
mucho tiempo que no se veían y de entrada le hizo una broma bastante pesada a
James sobre su mujer, que como todo el mundo sabía, lo tenía zumbando. James le devolvió la gentileza tratando de no
herirlo; él conocía mejor que nadie el carácter agrio de ambas mujeres, y optó
por callar y hablar de bueyes perdidos.
Dos
amigos del alma
La amistad entre James y Alfy se remontaba
a la infancia, cuando ambos vivían en el mismo pueblo de Irlanda. Alfy y sus
dos hermanos quedaron huérfanos y fueron alojados en distintos orfanatos en el
Condado de Westmeath. Desde aquél entonces los amigos jamás volvieron a
encontrarse, hasta que John Murphy, que había emigrado a la Argentina, contrató
a un grupo de peones irlandeses para trabajar en una de sus estancias, entre
los que estaba Alfy Kelly.
Alfy
desembarcó en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1850 y se encontró con James
recién en 1853. Al publicarse el registro censal de la Provincia de Buenos
Aires, James descubrió el nombre de Alfred Kelly entre una tracalada de
Kellys. Más tarde, con el listado en sus
manos, comprobó que su amigo Alfy engrosaría el plantel de peones de la
estancia bajo su mayordomía.
Desde
entonces y mientras estaban solteros, se juntaban en el pueblo para gastar
horas y horas hablando al pedo (“talking
trash” diría alguno de sus paisanos). Esta costumbre se terminó cuando Alfy
se casó con Maggie Hearn, prima de Elisa Nolan, futura esposa de James O’Dwyer.
Nunca
se supo muy bien por qué, pero las dos mujeres se sacaban chispas. Algunos
decían que era porque los Nolan se consideraban de un nivel social más alto al
de los Hearn (tenían high notions, según las lenguas filosas). Aunque otras
versiones alegaban que el casamiento de Maggie y Alfy fue deshonroso para la
familia por sus “prematuras relaciones íntimas”. La olla se destapó cuando
nació Molly a los seis meses. Una beba regordeta y pelirroja que a todas luces
desmentía el embuste de “seismesina”.
La llegada inoportuna de la cigüeña fue suficiente para escandalizar al entorno
comunitario. Pero tal vez lo que más afectó fue haber dejado al descubierto que
los irlandeses no eran ajenos a los placeres y diversiones mundanos, algo que
aparentemente era exclusivo de los “natives”.
Por eso Elisa Nolan quería que Maggie estuviera lo más alejada posible.
Por
esta y otras razones similares, James y Alfy se habían distanciado y decidieron
de común acuerdo evitar encontrarse -y si fuera necesario, ni saludarse- cuando estaban acompañados por algún
familiar. Pero entre ellos tampoco se habían tomado muy en serio este absurdo
acuerdo, que más bien era una tregua para calmar los ánimos femeninos. ¡Disimulaban
tan bien sus enojos, que sus allegados creyeron por mucho tiempo que estaban
realmente disgustados! Y ellos, como dos niños traviesos, disfrutaban del
infantil engaño, especialmente cuando algunos soplones, que se alegraban con
los líos ajenos, les alcahueteaban a las mujeres de sus encuentros bolicheros.
De
estos encuentros, el único ritual que no cambiaba era el final. Siempre se
retiraban cuando el vasco consideraba que la cuenta estaba al borde del
colapso. Él sabía hasta qué cifra podía cargar la factura si pretendía
cobrarla; aunque a veces el lápiz solía hacer trazos muy gruesos, una felonía
que los muchachos nunca cuestionaron. Cuando el vasco daba la orden de evacuar,
Alfy se largaba a cantar con voz lastimosa y ahogada, alguna balada que le
traía recuerdos de las colinas irlandesas. Tal vez la canción fuese alegre,
pero ellos se volvían muy melancólicos. Generalmente el vasco los ayudaba a
montar los carros, azuzaba a los caballos y partían cada cual a sus casas.
Porque
te quiero, te golpeo
Y
fue en una de aquellas interminables tertulias bolicheras que Alfy, totalmente
empeludado, consideró ofensivo el eructo del turco Nahir Eljasa y lo desafió a
pelear. El otomano, que ya tenía varios muertos en su haber, lo miraba paciente
y desconfiado desde el otro extremo del boliche, mientras James trataba de
calmar los ánimos con gestos persuasivos para que el turco no le diera bola a
su compañero. Pero Alfy, terco como una mula, lo increpaba cada vez más al
malevo que estaba perdiendo la paciencia.
“Yevátelo al gringo borque te lo vuá achurar”, le dijo mostrando la faca
ensartada a la cintura. A James no le sobraban las fuerzas para sujetar a Alfy
quien al intentar ponerse de pie cayó de bruces provocando un desparramo de
sillas. Con un leve quejido doloroso, James pudo sentarlo nuevamente. Pero el
muy tozudo logró recuperar sus fuerzas, se puso de pie y se abalanzó sobre el
turco, que de un empujón lo mandó al final del salón. Cuando Alfy intentó
nuevamente encararlo al turco, James lo sirvió de una trompada y lo mandó al
piso. Alfy sangraba copiosamente por la boca, había perdido dos dientes. Con la ayuda de otros parroquianos lo
cargaron en el carro y James lo llevó hasta su casa. “¡Lo siento Maggie, era la
única manera de pararlo!”-se justificó James. Maggie ni siquiera se lo agradeció,
al contrario, lo increpó duramente: “Siempre creí que eras su mejor amigo” le
dijo con disgusto, mientras lo entraba a la casa con la ayuda de uno de sus
hijos. James en retirada caminó unos pasos, se detuvo y volvió la mirada.
Sentía un profundo dolor en el pecho. Acababa de arruinar la más bella amistad de
toda una vida. Apenado y en soledad lloró de tristeza. Al día siguiente fue a
confesarse con el Padre Alfonso, y en verdad salió reconfortado: “Porque es tu
mejor amigo preferiste que perdiera dos dientes y no la vida” le dijo el cura
en su absolución.
Tempestades
de la vida
En
honor a la verdad, Maggie nunca lo aceptó a James como el mejor amigo de su
esposo. Ella sostenía que él fue quien descarrió a Alfy y lo responsabilizaba
de ser el causante de su demora en proponerle matrimonio. Una tontera que no
tenía relación alguna con el origen de la profunda amistad que los unía desde
la niñez.
Tal
vez al pobre Alfy la vida le haya jugado una mala pasada. Su desmedida adicción
al alcohol iba en aumento junto con sus años y no podía superarlo. Cada vez que
iba al pueblo se emborrachaba y quería pelear a todo el mundo. Esa manía le
costó la vida durante una yerra cuando se trabó en lucha con un paisano que le
ensartó el facón hasta el mango. El infortunado Alfy se fue en sangre en medio
del mutismo de los presentes. Maggie, que no quiso ingresar en los anales
policiales, también optó por el mutismo y el occiso fue caratulado accidental.
James
no pudo superar la muerte violenta de su querido amigo y como desahogo de
tamaña desgracia, sentía un indisimulado rechazo hacia su mujer e hijos. ¡Cómo
sería ese rechazo que hasta pensó no asistir a Misa los domingos para no
encontrarse con ellos! Está de más decir que el batallón de mujeres que lo
rodeaba impidió que ello ocurriera. ¡Su mujer, sus hijas y sus cuñadas, no
podían concebir tener un esposo, un padre y un cuñado que osara ofender al
Señor en su día! Entonces James comprendió que era una locura privar a todas
esas mujeres de su salida dominical, por el simple hecho de no querer
encontrarse con los Kelly.
Otro
dolor de cabeza para el viejo James
A
Josephine, la menor de la familia O'Dwyer e íntima amiga de Kathleen Heavy,
tampoco le fue fácil adaptarse a los claustros monásticos. El revuelo que
provocó en la familia el abandono de Clare todavía no se había calmado cuando
estalló la decisión de Josephine, que no se animaba a confesar que tampoco ella
tenía vocación monástica. Pero Jossie tuvo más suerte que su hermana Clare,
porque en este caso intervino Sister Anne, quien había notado que la niña no
tenía vocación religiosa, sino más bien quería estar junto a sus hermanas.
Luego, cuando supo que allí seguía tan lejos de ellas como en su casa,
manifestó su tristeza con llantos y abstinencias que alarmaron a las monjas.
Entonces nuevamente Mother Honoria se encargó del asunto y lo primero que hizo
fue poner en caja a la señora O'Dwyer, que no podía resignarse a que otra de
sus hijas desoyera el llamado de Dios.
Cuando
Josephine dejó el convento, se fue a vivir al pensionado de Eliza Brady y allí
conoció a varias chicas que la ayudaron a superar el momento, hasta que ingresó
a trabajar en un banco inglés. Según Miss Brady, Josephine tenía un
pretendiente (¡“a very good match!”, según dijo), pero el asunto venía muy
complicado. Su Romeo tenía un alto cargo en el banco, era norteamericano, ¡hijo
de ingleses y para colmo “a protestant!",
de manera que la tormenta que se venía pronosticaba ser mayúscula. O tal vez no
tanto si se tenían en cuenta los cálculos matemáticos de James y que en este
caso redituaban jugosos dividendos. Pero el camino más espinoso provendría del
Asesor Espiritual del pensionado, Father Francis O´Leary, recientemente llegado
a la argentina y cargado de resentimientos adversos a los protestantes. Pero
esa es otra historia.
Una
boda postergada y dos funerales inesperados
Al mes de la visita que James le hiciera a los Ryan, "The Southern
Cross" publicó el obituario del viejo Thomas, lo que indujo que
el casamiento de Clare y Tommy se postergara por un año. Nunca se supo qué
artilugios utilizó James para evitar cualquier intento nupcial de la viuda, por
cuanto él se atribuía haberla convencido para que regresara a Irlanda a
procesar el duelo, aunque reconoció haber recibido “consejos” del inefable Willy Kehoe, a quien James apuntaba como el
único del entorno capaz de conquistarla.
Un
año después del fallecimiento de Thomas Ryan, Tommy y Clare planificaron su
boda que, nuevamente se vio frustrada cuando con sorpresa recibieron una
carta de Norah que daba cuenta de su casamiento con John Murtagh, aquel chico
que en su adolescencia dejó plantado para cumplir con el mandato de sus padres
de embarcarse a la Argentina para contraer matrimonio con Thomas Ryan, primo de
su madre que había enviudado sin descendencia pero con buena fortuna.
Cuando
Norah regresó a la Argentina se instaló en los campos de Arrecifes, dejando la
residencia del pueblo para su hijo que debió resignar su independencia y
ajustarse al nuevo orden familiar. Fue entonces cuando los acontecimientos
sucedieron con tanta celeridad, que James no soportó el embate. Un lunes muy
temprano mientras desayunaba, sintió que un sudor frío le invadió el cuerpo. Su
corazón le jugó en contra, y nuevamente debió postergarse el casamiento de los
chicos. En los obituarios de esa semana “The
Southern Cross” anunciaba la triste noticia: “+ James O’Dwyer past
away last Monday…”
Mientras
tanto, el “gran Willy” seguía con las
suyas
Willy
era un empedernido jugador que no dudaba en pedir plata prestada para apostar a
las cuadreras, o para refugiarse en algún garito clandestino hasta bien
avanzada la madrugada. Sin embargo, a pesar de sus andanzas "non
sanctas", poseía una gran virtud: cuando ganaba, devolvía hasta el último
centavo.
Gozaba
de una envidiable estampa varonil que todos los muchachos admiraban. Algunos lo
catalogaban como un desfachatado afecto al trago ("a shameless joker fond of the bottle"), pero a la hora
de las reuniones sociales, acaparaba la atención de las damas casaderas que
andaban a los saltos buscando marido. "¡Se
atropellan para estar con él!" decían con cierto malestar los jóvenes
del pueblo, que se sentían desplazados por este exótico galán, de quien se
decía el padre había rajado de la casa por vago, lo que no era extraño, aunque
a ellas parecía no importarles.
Desde
otra perspectiva, los hombres lo admiraban por su manera de encarar la vida.
Jamás se sometió a terceros para salir adelante. Según sus propias palabras,
había comenzado a trabajar de postillón a los 11 años, y ahora a los 25 era
mayoral de una empresa de pasajeros que surcaba caminos solitarios, eludiendo
los peligros que escondían las salvajes llanuras pampeanas. Para este trabajo
era necesario contar con astucia y bizarría, cualidades que seguramente Willy
poseía. Por eso James O'Dwyer lo
idolatraba y sentía por él un especial afecto. "¡Cómo hubiera querido ser como Willy!". Si no fuera por
los tropiezos de la vida, seguramente hubiera hecho lo mismo: salir a trabajar
por su cuenta, forjarse un camino sin otra ayuda que la fuerza de sus brazos y
el golpe de sus puños. Sin dudas hoy sería un atrevido parrandero como él, a
quien consideraba el único calificado para ganarse el corazón de la señora Nora,
aun sabiendo que Willy era capaz de esfumarse en una noche de timba la poca o
nada fortuna que tenía, lo prefería a los demás. ¡Cuántas veces se imaginaba
junto al "gran Willy"
apostando a los burros o compartiendo interminables noches de tugurios apestosos,
hasta la consumación de las velas! ¡Toda una entelequia, como si sus años le
permitieran tanta osadía!
Un
día, mientras Willy estaba jugando una partida de naipes en el boliche, se armó
un gran tiroteo en la plaza del pueblo. La pelotera se volvió tan virulenta,
que todo el vecindario se encerró en sus casas. Empujado por su instinto
aventurero, Willy salió a la calle dispuesto a entrar en acción y se topó con
un grupo de estibadores acurrucados detrás de un carruaje. Con rapidez y a los
saltos, como esquivando charcos, fue hacia ellos. "Los esquineros",
que siempre sabían todo lo que pasaba en el pueblo, estaban desorientados. Sólo
notaron la disparidad numérica de los bandos antagónicos donde uno duplicaba al
otro. Sin saber por qué -ni para qué- Willy corrió hacia el grupo que estaba
atrincherado detrás del viejo paredón de ramos generales y se plegó a ellos
haciendo disparos al aire, como buscando ahuyentar fantasmas malevos. A la hora
se terminaron las balas y la policía arrestó a todos los quilomberos. Muy de
madrugada liberaron a los revoltosos de uno en uno cada cinco minutos. Cuando
le tocó el turno a Willy, el Comisario Severo Espíndola condicionó su libertad.
Tenía que hacerse humo del pueblo y no volver hasta después de las elecciones.
El clima se estaba poniendo espeso y Willy, que vivía gran parte del tiempo
viajando, desconocía los códigos pueblerinos y acató la orden sin chistar.
Había cometido un error: En la gresca, se había plegado al bando enfrentado al
jefe político del distrito.
Desde
aquel día, otros fueron los caminos de Willy. Sus empleadores, que conocían sus
locuras, lo destinaron a cubrir el tramo Pergamino-Venado Tuerto, un pueblo
perdido en la pampa santafesina y poblado en su mayoría por irlandeses. Allí,
en la desértica llanura pampeana, seguramente Willy encontraría un nuevo
desafío para sus tendencias aventureras.
Los
Kenny
Nicholas
Kenny tenía 34 años cuando llegó a Buenos Aires junto a su esposa Anne Casey de
31, y desembarcó del William Peele, procedente de Liverpool. A los pocos días
fue contratado para trabajar en una estancia en Guardia del Monte, donde
nacieron sus hijos: Bernardo en 1848; May en 1850; James en 1852 y John en
1855.
Bernardo
nunca se casó. May contrajo matrimonio con Crstóbal Ryan (presumiblemente en
1878) y tuvieron cinco hijos. Luego le seguía James, que se casó con Elena
Healion alrededor de 1879 y tuvieron ocho hijos, y John, el menor, cuya
historia de vida quiero contarles y que es el prototipo de aquellos que
llegaron a estas tierras en el sur de la Provincia de Santa Fe, allá por los
años 1880.
Su
adolescencia
Jack
era un chico muy reservado y dócil, a quien los mayores catalogaban como “a shy boy”. Pero no era precisamente
tímido, simplemente estaba saliendo de su adolescencia y no encontraba con
quién compartir las inquietudes propias de su edad. Tenía una acentuada
inclinación por la lectura; se levantaba muy temprano para leer los Evangelios
antes de salir a trabajar, lo que hizo pensar a su madre que tal vez tuviera
vocación religiosa, aunque él nunca mostró inclinación por la vida sacerdotal.
Es que Jack era el menor de la familia y en plena juventud se encontró con
todos los caminos allanados. Excelente jinete y mejor arriero, se caracterizaba
por su temperamento tranquilo, con alguno que otro arrebato que merecidamente
tenía derecho a expresar.
En
agosto de 1873 Misioneros Irlandeses llegados recientemente al país,
organizaron una misión en la estancia de James Gaynor en el Partido de Luján.
Por aquellos días Bernardo y May, los mayores de la familia, tenían entre 25 y
23 años y todavía estaban solteros. James, el tercero, tenía 21 y andaba
noviando con Elena Healion; y Jack de 18, todavía no daba señales de
compromiso.
Con
vistas a no descuidar los trabajos del campo, el padre dispuso que Jack llevara
a su madre y hermana a los oficios religiosos durante la semana, mientras que
toda la familia participaría de la misión el día de la clausura. Durante toda
aquella semana la casa parecía estar de fiesta, porque Jack se levantaba muy temprano
para vestirse de lo mejor; se había recortado la barba y se peinaba con esmero.
De pie ante el espejo del ropero, se miraba de frente y de perfil. Tocado por
una natural vanidad juvenil, acercó su rostro al mirador y comprobó que en su
incipiente barba se asomaban algunas canas. No convencido, volvió a observarse
con mayor detenimiento. ¡Ahí estaba el motivo por el que su padre le aconsejó
sobre la necesidad de formar un hogar! Entonces murmuró para sí mientras se
alisaba la barba: “Certenly, the old man
knows...”
Primer
día misional
Minutos
antes de las siete, Jack comenzó los preparativos. Lo había dispuesto la noche
anterior cuando encerró a “Spark”,
uno de los mejores caballos de tiro, y les aseguró a las damas que llegarían a
tiempo para la primera Misa.
Antes
de iniciar el viaje, May le arregló la corbata y le prendió en la solapa un
trébol con pequeñas cintas de color verde. Jack sintió el afecto de su hermana,
por la que sentía un gran respeto maternal. Los distintivos o “badges”, eran tradicionales y todo el
mundo aprovechaba estos acontecimientos para lucirlos con orgullo. Algunos
tenían la estampa de San Patricio, otros un trébol, un arpa o el escudo de
armas familiar.
En
segundos estaban en camino y Jack se sintió amo y señor conduciendo la volanta.
Sin embargo ¡estaba muy asustado! Era la primera vez que asumía la
responsabilidad delegada por su padre, de tener a su cargo a su madre y
hermana, razón por la sentía una obligación mayor, además del compromiso de
responder a la confianza que todos habían depositado en él. Pero a pesar de
todo ese empuje y osadía, Jack todavía era un niño. Así lo veían sus hermanos mayores
cuando esa mañana le hacían bromas por su esmero personal, sin descuidar el más
mínimo detalle.
A
poco de iniciar el viaje, el sol de agosto regateaba su tibieza y una ventolina
fría se filtraba por los gruesos abrigos, mientras las mujeres con sus rostros
cubiertos recitaban las cuentas del rosario. En tanto Jack parecía no sentir su
rigor; estaba exultante. Los charcos congelados y la helada que brotaba lenta e
impiadosa entre el pasto seco, anunciaban la “helada negra”, como se describían aquellos fenómenos climáticos
que no se advierten a simple vista, pero que están ahí con intensidad.
Cuando
llegaron frente a la capilla había varios carruajes y unos peones se encargaban
de llevar los caballos al establo. Madre e hija entraron a la capilla y Jack se
encargó de “Spark”. En el trayecto a
la caballeriza, notó que detrás de unos arbustos estaban sus amigos: Sammy
Clancy, Pat Murray, Jonnie Moore y Philip Wade. El grupo hacía movimientos
rítmicos para calentarse los pies sin dejar de conversar animadamente. Pat
Murray, asomó su cabeza de entre las matas y le hizo señas para que se
acercara, sin saber que era fácil ubicarlos en medio de bocanadas de humo que
delataban los rayos solares. Estaban a pleno fumando cigarrillos de chala y disimuladamente se pasaban unos a otros
un frasquito con algún “strong stuff”, provisto seguramente por Sammy. Si bien
sus cuerpos estaban fríos y requerían calentarse antes de entrar a la iglesia,
no advertían que el tono de sus voces aumentaba en demasía.
Apenas
Jack se reunió con ellos, Philip le pasó la botella, la que tomó con disimulo,
sorbiendo un trago de un solo saque.
- ¡Ajj!!! – chilló de ardor.
- ¡Fuerte como patada de
burro!
–dijo Pat Murray soltando una carcajada ante la cara agria de Jack.
- ¡Guau! –exclamó intentando
aspirar aire frío- “¡Es fuerte en
serio!"
Las
risas se soltaron espontáneamente y alertaron a la viuda Moore, cuya vista de
lince detectó la oleada de humo entre los arbustos. Tomándose las polleras para
evitar mojarse con el rocío, se encaminó presurosa al escondite. Iba dispuesta
a disolver la farra y darles su merecido a esa gavilla impertinente que osaba
quebrar el ayuno antes de comulgar.
Sorprendidos
in fraganti, los chicos se
sobresaltaron, cuando a sus espaldas bramó horrorizada la señora Moore:
-Oh my God! I can’t belive it! - Exclamó
la mujer indignada y atónita ante la sorpresa de ver a su inocente Johnnie en
el grupo.
Sin
esperar la orden materna, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha,
Johnnie emprendió su retirada hacia la capilla. Esta humillación fue suficiente
para que los demás lo siguieran e ingresaran también al templo, en tanto la
señora Moore, enredada en sus nervios, seguía a su hijo lloriqueando: “I never suspectet that my poor little
Gosoom would be envolved with such insolents and shameless loafer crowd! (¡Nunca hubiera sospechado que mi pobre
pequeño estuviera envuelto con esta manga de haraganes insolentes y
desvergonzados!)
-¡Menos mal que no vio la
botella! - masculló Sammy con cierto
alivio - ¡ya está vacía! –se lamentó y la arrojó entre los arbustos.
En
Misa
Eran las 8:00 del 12 de agosto de 1873, festividad
de Santa Clara. Apenas entraron al templo Father Lynch comenzó el oficio.
-Introíbo
ad altáre Dei.
-Ad Deum qui laetícat
juventútem meam.
Los
muchachos permanecieron juntos, salvo Johnnie que estaba en uno de los primeros
bancos. Poco a poco se fueron distendiendo y esperaban que a la salida ya nadie
se acordara de la trifulca. Jack no se atrevía a mirar hacia el lado de las
mujeres. Temía encontrarse con la vista de su madre o de su hermana, mientras
se preguntaba si se habrían enterado del incidente. Para autoconsolarse, pensó: ¡No! ¡Cómo habrían de saberlo si estaban en
la capilla! Pero las paredes oyen y la crueldad de los rumores no tiene
fronteras. En esos pensamientos estaba cuando desvió su mirada hacia el
sector femenino. Por suerte no vio a su madre ni a su hermana, pero descubrió a
dos jovencitas, que cuchicheaban intentando contener un acceso de risa mientras
dirigían miradas furtivas hacia el lado de los hombres. Jack estiró su
cuello
y allí, justamente allí hacia donde apuntaban sus miradas, se asomaban las dos
enormes orejas de Johnnie Moore. Eran
como dos grandes pantallas rojas que sobresalían contrastando con su cabello
rubio y su cuello largo de piel blanca. Parecía una estatua sumergida en la
meditación. Seguramente -pensó Jack apenado por su amigo- estará avergonzado
por el papelón que había protagonizado con su madre. “¡Que mujer odiosa!” se
retorcía Jack, para luego preguntarse “¿Qué hubiera hecho Mammy si me hubiera
pescado a mí?” Seguramente lo hubiera sermoneado, pero no como la señora Moore.
¿O tal vez peor? ¡No, no era posible! Su madre no era capaz de tanto alboroto.
Ella era muy cautelosa, aunque extremadamente severa. De solo pensarlo, a Jack
le corría un sudor frío por las axilas, imaginando lo que pudiera pasar a la salida.
Si en esos momentos hubiera estado su padre, seguro que se estaría riendo del
tremendo lío y su madre reprendiéndolo por no tomar el asunto con la debida
seriedad.
El
sonido de la campanilla lo volvió a la realidad y todos se pusieron de pie para
la lectura del Santo Evangelio.
-Sequéntia santi Evangélii secúndum Sanctus
Joánnis
Después
del Evangelio, Father Lynch se dirigió hasta el comulgatorio y se ubicó frente
a los fieles para iniciar su fogosa predicación. El sacerdote puso énfasis en
la necesidad de alimentarse espiritualmente, repitiendo una, dos y hasta tres
veces con vehemencia: ¡Que nadie se quede con hambre! Cada vez que lo repetía, Sammy cuchicheaba:
“¡Ni con sed!”. Y los otros, para no ser menos, le seguían la corriente con
risitas forzadas. Jack guardó silencio y les dirigió algunas miradas de
atención intentando hacerlos guardar compostura, pero no tuvo éxito. La jarana
siguió durante toda la Misa, y de vez en cuando un anciano se daba vuelta con
mirada inquisidora intentando poner orden.
Enseguida
llegó el rezo del credo y todos se pusieron de pie. Cuando Jack levantó la
vista, nuevamente se encontró con las enormes orejas rojas de Johnnie. ¡Cada
vez que las veía se atragantaba! Pero se alivió de ver que las dos chicas del
otro lado ahora estaban serias y contemplativas. Cuando una de ellas se dio
vuelta Jack pudo reconocer a Josie O’Dwyer, pero ¿quién era su compañera?
Después
de la elevación siguieron las oraciones y enseguida el Padre Nuestro:
“Líbranos, sí, Señor, de
todos los males pasados, presentes y futuros...”
Se
venía el momento de la comunión y Jack no podía comulgar, consciente de haber
roto el ayuno y guardar en su interior un fuerte rencor hacia la señora Moore.
Además, sería una
falta
grave y era preferible que su madre le reprochara no haber comulgado, que por
haberlo hecho en pecado. De manera que optó por quedarse de rodillas y pedir
perdón por sus faltas.
-Agnus Dei, qui tóllis peccáta mundi,
miserére nobis.
Volvió
su mirada con disimulo hacia el lado opuesto y allí estaban todavía Josie y su
amiga, de rodillas, cubriéndose el rostro en actitud piadosa.
-Ecce Agnus Dei, ecce qui
tollit peccáta mundi
Para
la comunión Father Byrne tomó la armónica y acompañó en los cánticos mientras
los fieles se acercaban al comulgatorio.
“Soul of my Saviour, sanctify my breast;
Body of Christ, be Thou my saving guest...”
Estaba
por terminar la Misa y Jack no perdía de vista a las chicas del otro lado. Al
ver que habían vuelto a las risitas, pensó que, después de todo el escandalete
protagonizado por la señora Moore no debió ser tan grave como él lo imaginaba.
Pero la incógnita era: ¿Cuál era el motivo de tanta risa?
Father
Lynch se inclinó sobre el Altar encomendando a la Santísima Trinidad el
sacrificio que se acababa de celebrar:
-Pláceat tibi, santa Trinitas, obséquium
servitútis meae, et praesta: ut sacrifíciu,..
Luego
se dio vuelta y frente a los fieles levantó la mano derecha e hizo la señal de
la cruz:
-Benedícat Vos omnípotens
Deus, Pater, et Fílius, et Spíritus Sanctus
-Amen
Nuevamente
Father Byrne tomó la armónica y todos comenzaron a cantar:
“Faith of our fathers,
living still
In spite of dungeon, fire,
and sword...”
Terminada
la misa, Tommy, Jack, Pat y Philip comenzaron a buscar a Johnnie
que se había escabullido por la puerta de la sacristía. Ellos querían animarlo
después de la trifulca, pero no lo podían encontrar. Afuera vieron a la señora
Moore “very upset”, haciendo ademanes y llorando a moco tendido, mientras era
asistida por varias damas, entre ellas su madre y hermana que trataban de
consolarla.
Uno
de los chicos sugirió ir a buscar a Johnnie por el monte y juntos partieron al
tranco largo, dejando sus huellas en la gramilla húmeda.
-Mis pies están
congelados
–rezongó Sammy- Y no nos queda una gota
de whisky...
-¿No fue suficiente por
hoy Sammy?
Preguntó Jack muy serio.
-¡Es que tengo los dedos
de los pies entumecidos! ¡Necesito tomar algo caliente!
-Primero encontremos a
Johnnie y después nos vamos a los galpones... Allí sirven té con leche –propuso Jack.
-¡Ajjjj! –asqueó Sammy- ¡Té con leche!
Jack
simuló no escucharlo, porque sabía muy bien que estaba emulando a su padre, muy afecto a esas expresiones. De repente se encontraron con Jonnie, estaba detrás de los galpones con las manos en los bolsillos y el rostro al sol. Todos juntos gritaron su
nombre y corrieron a su encuentro. Apenas oyó a sus amigos se
sobresaltó y no aguantó la emoción y rompió a
llorar. Es que además de dolido, Johnnie estaba muy caliente y el llanto sirvió
para desahogarse. Se sentía ridículo, avergonzado.
Sus
amigos hicieron lo imposible para que se olvidara del mal momento, pero todo
fue en vano. No quiso volver a donde estaban los demás y rehusaba participar de
las actividades del día. Luego les pidió que no dijeran dónde estaba; quería estar solo. Así lo hicieron con la promesa de volverse a encontrar para
el almuerzo.
Jack
estaba apenado por Johnnie. No era justo que un chico de apenas 16 años sufriera
de esa manera. Hacía apenas tres años que su padre había muerto y su madre
había vuelto a casarse con Terence Crowley, un sujeto de baja estofa que estaba
llevando a la ruina a toda la familia Moore. Todos sabían que la relación de
Johnnie con su padrastro no era de la mejor y que lo único que le interesaba al
tipo era la propiedad de la viuda, la que iba esquilmando lentamente.
Tal
vez por eso, y a pesar de la promesa de no revelar su escondite, Jack consideró
que no serviría de nada guardar silencio si pretendían ayudarlo.
Cuando
los cuatro llegaron al galpón donde estaba toda la gente, cada uno se juntó a
sus familias, excepto Jack que fue hasta donde estaba Father Lynch.
El
cura lo escuchó y le prometió que haría todo lo posible para socorrer a
Johnnie, pero “sos el mayor del grupo, y
no debés descuidarlo de ahora en más”, le encomendó; luego le llamó la
atención con firmeza sobre lo ocurrido.
“Si bien hoy es una travesura, mañana puede ser una tragedia, Jack”
sentenció el sacerdote en alusión a la ingesta de alcohol entre los jóvenes.
Jack sintió el impacto; fue como si le hubieran propinado una feroz trompada
dejándolo K.O. No había dudas que el cura tenía razón.
Luego
Jack fue a unirse con su madre y hermana, quienes -debía suponerse- le preguntaron por dónde anduvo. Preparada la
respuesta, les dijo haber estado ayudando a Father Lynch con Willie Kehoe, que
se había caído y fracturado un brazo.
-Seguramente
tropezó con alguna botella... –dijo la señora Kenny con ironía.
A
Jack no le gustó la opinión de su madre, pero se limitó a guardar silencio;
Willy era un personaje mayor a quien los jóvenes admiraban por su extravagancia
y desprejuiciada personalidad
Pero
la curiosidad femenina apuntaba hacia otra cosa.
-¿Por
casualidad no lo viste a Johnnie Moore? –preguntó May, con un tono que a Jack
tampoco le cayó muy bien. Johnnie era su amigo, el más chico y protegido del
grupo.
-No
May, no lo vi. ¿A qué viene tu pregunta? –dijo Jack simulando no darle mayor
importancia.
-Su
madre está muy preocupada porque no sabe dónde está…
-No
debe estar muy lejos. A Johnnie le encantan los caballos, seguramente está en
el establo esperando que alguien le preste uno para cabalgar...
Enseguida
llegó la señora Mary Flynn y se arrimó a Jack para servirle una taza de té
mientras le comentaba en voz alta que su hija Lucy estaba por llegar para la
segunda Misa. “Lucy vive hablando de vos Jackie, de manera que espero se
encuentren más tarde” dijo la mujer. “Eso espero señora Flynn” respondió Jack
poniéndose rojo como un tomate al ver a su madre y hermana esbozando una
sonrisa maliciosa. Enseguida los tres se largaron a reír y disfrutaron del
desayuno.
Más
allá estaban sus amigos, y en el otro extremo pudo ver a la señora Moore
todavía envuelta en su propio enredo. Pero en su búsqueda afanosa no pudo
encontrar a Josie con su amiga. Fue como si la tierra se las hubiera tragado.
Momentos
más tarde Father Lynch salía de la capilla con Johnnie. Aparentemente el cura
lo había convencido para que se integrara al resto de los fieles, porque venían
conversando animadamente. Jack y sus amigos contemplaron la escena y se
alegraron por Johnnie, porque parecía haberse recuperado del mal trago. Más tarde se supo que el misionero le había
aconsejado a la señora Moore que no hablara más del incidente con su hijo y
mucho menos con su marido.
Jack
salió apresurado al encuentro de Johnnie, pero de pronto oyó a sus espaldas una
voz muy familiar que lo llamaba. Se dio vuelta y se encontró con la inefable
Lucy Flynn. “Ya vuelvo” -le dijo a su
perseguidora- “Me está esperando
Johnnie...!” Y corrió hacia su amigo.
-“Hey Johnnie, wait for
me!” le
gritó, pero Johnnie continuó indiferente.
-¡Johnnie! -insistió- ¿Qué te pasa? ¿Estás enojado conmigo?
Jonnie
no contestó y siguió caminando apático. Pero Jack no se daba por vencido y
continuó a su lado en silencio. Abruptamente Johnnie se detuvo y mirándolo con
cara de pocos amigos le reprochó:
-¡Habíamos hecho un trato
y no lo cumpliste, Jack! –le decía golpeándole el pecho con su dedo índice.
-Tenés razón Johnnie. No cumplí con mi
palabra, pero debés creerme, lo hice para ayudarte, porque te aprecio y te
quiero como lo que sos: mi mejor amigo -se defendía Jack tratando de
convencerlo de la sinceridad de sus palabras, pero Johnnie se mantenía en sus
trece. Ahora era difícil saber si realmente estaba ofendido, o simulando una
tragedia. En silencio continuaron caminando.
Cuando llegaron al establo, “Spark”
relinchó ante la proximidad de su amo, y Johnnie soltó una sonrisa:
-Te está saludando -le dijo mientas
acariciaba el hocico de “Spark”- Algún día yo también tendré mi propio
caballo....
-Claro que sí que lo
tendrás
–respondió Jack contento porque había recuperado el diálogo con su amigo- Lo único que tenés que hacer es proponértelo.
-Pero no es tan fácil,
Jack...
-Lo sé, Johnnie, lo sé...
Ambos
pasaron horas hablando trivialidades, pero también se confesaron asuntos
personales. Ese fue el día en que la amistad entre Jack y Jonnie se selló para
siempre. Caía la tarde cuando todos emprendieron el regreso a casa. Jack estaba contento porque había logrado restablecer
su amistad con Johnnie; pero por otro lado apenado por no haber logrado
conocer a la amiga de Josie que tanto lo había aturdido.
Último
día misional
El
último día de la misión, la familia Kenny en pleno llegó muy temprano a la
estancia. Jack lucía impecable; era el último día en el que tenía posibilidades
de conocer personalmente a la amiga de Josie O’Dwyer. Mientras tanto se reunió
con sus amigos, esta vez sin salirse de la huella. Estuvo con Johnnie, a quien
encontró reanimado y con ganas de disfrutar el día con el resto de los
muchachos; la trifulca con la señora Moore pareció haber quedado en el olvido.
Durante
la Misa Jack alcanzó a ver a Josie con su madre y hermanas, las novicias, y
notó la ausencia de su amiga. Jack sintió que el oficio duraba una eternidad;
su ansiedad por encontrarse con Josie lo desbordaba. Apenas el sacerdote
impartió la bendición, apuró la salida. Desde la distancia observó a cada una
de las girls que salían del templo, hasta que por fin apareció el clan O'Dwyer.
Inmediatamente fue al encuentro de Josie y con un manojo de palabras enredadas,
tomó coraje y preguntó por su amiga, cuyo nombre ni siquiera conocía. Josie no
entendía muy bien lo que quería, pero cuando Jack le recordó secuencias del
alboroto con la señora Moore, enseguida dedujo que se trataba de Kathleen.
Sorprendida, no podía concebir que la muy pícara hubiera mantenido tanto sigilo
sobre su Romeo.
-¡Oh! ¿Te referís a
Kathleen Hevey?
–estalló Josie, creyendo que él sabía su nombre.
Jack
guardó silencio, porque recién se acababa de enterar del nombre de la chica de
sus desvelos. Estaba eufórico y deseoso de contarle lo que le estaba pasando,
pero no se atrevió y ocultó sus sentimientos.
¡Ahora conocía el nombre de la chica de sus sueños!
LOS HEVEY (Heavy)
Oh! I will take you back, Kathleen,
To where your heart will feel no pain,
And when the fields are fresh and green,
I'II take you to your home again!
Michael Hevey nació
en Ballymore en 1817, y Bridget Rourke, en Miltown en 1827; contrajeron
matrimonio en Irlanda y cuando llegaron a la Argentina el 19 de febrero de
1849, se fueron a trabajar a una de las estancias de William Mooney en Luján.
En 1851 nació su primer hijo, Michael, afectado por una ceguera congénita; le
siguieron Katheen en 1856, Juan en 1858, Julia en 1863 y Anne en 1866.
Kathleen
fue la que enseñó a Michael a desenvolverse solo a causa de su ceguera, lo que
le permitió al chico llevar una vida normal. Desde niña siempre lo acompañó y
lo condujo a cada rincón del espacio donde se desplazaban, y para sorpresa de
sus familiares y amigos, Michael cumplía sus actividades habituales sin depender de los demás. Por eso Kathleen se sentía capaz de llevar adelante cualquier empresa que le fuera encomendada. Alentada por el progreso de su hermano, ella creyó que era un llamado de Dios para que abrazara la vida religiosa.
Tal
vez fue esa la razón por la que Kathleen confesó a su madre que después de
cumplir los 20 ingresaría al convento de las “Sister of Mercy”, donde estaban
sus amigas O’Dwyer. Sorprendida, la madre solo atinó a decirle: “¿Y qué será de Michael?”. Kathleen
recibió esas palabras como un reproche por querer abandonar a su hermano. Pero
inmediatamente su madre se dio cuenta del error y quiso enmendarlo: "Está bien Kathleen, no te sientas
mal, si tu vocación es ser monja, entrarás al convento en cuanto puedas”.
Pero Kathleen se sintió herida. Jamás hubiera pensado ingresar al convento para
aliviarse de la carga de su hermano. En silencio y con tristeza, dio media
vuelta y se retiró a su dormitorio. Ninguna de las dos se percató que Michael
estaba acurrucado junto al fuego haciendo trenzados de cuero.
La
Misión en la Estancia Gaynor
La
jornada religiosa en la estancia de James Gaynor se desarrolló durante toda una
semana. En esos días se oficiaba misa por la mañana y por la tarde se rezaba el
rosario y se escuchaban las fogosas predicaciones “in English” de Father
Byrne y su ayudante, Rev. Patrick Lynch. Después de los oficios,
la gente se reunía en uno de los grandes galpones donde tomaban el té con
scones y algún plum pudding preparado la última Navidad. Si el tiempo era
cálido, solían hacerlo bajo la frondosa arboleda del parque.
Estas
reuniones eran aprovechadas por las damas para conversar y comentar las últimas
noticias sociales que eran transmitidas de persona a persona. Todavía no se
había fundado “The Southern Cross”,
periódico que recién se editaría dos años más tarde por el Padre Patrick
Dillon. Por ese motivo había que ponerse al día con todos los nacimientos,
casamientos y muertes de integrantes de la comunidad, ocurridas en lugares
distantes y cuyas noticias llegaban por boca de los misioneros, especialmente
del Padre Large Leahy que recorría a caballo un amplio sector de la Provincia
de Buenos Aires, al que apodaban "The
priest of the spade".
Cuando se reunían para conversar, generalmente
lo hacían, por un lado las mujeres y por otro los hombres. Éstos no perdían la oportunidad para hablar de
sus asuntos mientras saboreaban, además de una taza de té, un buen trago de
whisky, que clandestinamente traía Tom Clancy en sus alforjas. Nunca se supo de dónde lo sacaba, pero hubo
quienes suponían que lo elaboraba él mismo con un alambique rudimentario que le
había fabricado su primo Albert Clancy, radicado en los Estados Unidos. Esto no
era muy creíble, pero las fantasías también tenían sus encantos por aquellos
tiempos. Es que el licor era tan fuerte, que no hacía falta beber en abundancia
para perder los estribos, lo que abonaba la teoría de su elaboración casera,
que en realidad era el "poteen".
Curiosamente la madre de Tom -Ángela Clancy una mujer inválida de ochenta y
pico- alborotaba las reuniones apenas su finísimo olfato olisqueaba el alcohol flotando
en el aire.
- “The liqueur is the devils curse! Get rid of it now! God save que
Irish race!”-
proclamaba airada desde su postración.
Cuando
los muchachos veían que la abuela se ponía muy densa, algunos hombres se
acercaban para conversar con ella con la intención de aplacar su ira. Pero la
anciana no tenía nada de tonta, y más de uno debió vaciar la “taza de té” delante de ella porque les
había descubierto el truco. No había forma de engatuzarla, ella estaba muy
familiarizada con ese aroma de alcohol destilado.
Los
sacerdotes acompañaban de tanto en tanto con algún trago, oportunidad que
aprovechaban para escuchar a estos hombres rudos y curtidos, pero de corazones
infantiles, que se quebraban fácilmente cuando el alcohol removía la nostalgia
y florecían los recuerdos de la lejana Irlanda. A los jóvenes sacerdotes les
facilitaba su misión, porque lograban que los hombres, generalmente esquivos a
la penitencia, confesaran sus más íntimas miserias, lo que no siempre era fácil
conseguir. Aliviados de sus pecados, cantarían canciones ancestrales que los
religiosos ejecutaban con un pequeño acordeón. Finalmente terminarían danzando
algunos jigs y reels que sonarían con ritmo alegre desde el pequeño
instrumento. Uno de los que se destacaba
en la danza era el escocés Jimmy Browne, con sus inconfundibles mostachos y
cabellera pelirroja, desplegaba agilidad acrobática bailando "The Dance of Sword", danza
tradicional escocesa y les contagiaba coraje a los demás hombres que salían
eufóricos a bailotear con sus mujeres.
El
encuentro de Kathleen con Jack
Ese
día los Heavy llegaron a media mañana. Enseguida Kathleen y Josie se
encontraron y estuvieron largo rato hablando de sus cosas. Josie esperaba que
su íntima amiga le comentara sobre Jack, pero la muy esquiva Kathleen parecía
una tumba. Lo que no sabía Josie era que Kathleen no estaba enterada de las
pretensiones de Jack, a quien ni siquiera conocía.
Más
tarde, después del rezo del rosario y la predicación y el bautismo de un grupo
de niños, todos se reunieron para tomar el té y a escuchar música. En esta
ocasión el pequeño Patrick Murray, que tenía una voz privilegiada, alentado por
su padre Micke que ejecutaba el violín, subió a un improvisado estrado y
comenzó a cantar “I love my love in the morning”, una antigua melodía
romántica. En ese momento se hizo silencio y todos dirigieron su atención al
pequeño tenor. Kathleen también levantó la vista y se encontró con la mirada
fija de un joven elegantemente vestido, de ojos azules, cabellos castaños claros
y barba juvenil que estaba a considerable distancia. Instintivamente ella bajó
la vista y sintió que sus mejillas se
coloreaban.
Turbada por esa mirada, intentó concentrarse en la canción de Paddy, pero no
fue posible. Por un instante se sintió avergonzada y mantuvo su mirada
baja. Quiso recomponerse tomando un
sorbo de té, pero sus manos temblaban como hojas. Levantó sus ojos nuevamente y
volvió a encontrarse con la vista del chico que seguía observándola insistentemente.
¿Quién era ese joven que la perturbaba tanto? Con esforzado disimulo, se volvió
hacia su amiga Josie:
-¿Quién
es el joven del trébol en la solapa?
-¡Ah!..
Ahí lo tenés a Jack Kenny. ¡No me digas Kathleen que no lo conocías! Es el
hermano menor de James,el que anda noviando con Ellen Healion…
Kathleen
fingió no prestarle atención al minucioso comentario de Josie, y mucho menos
mostrarse interesada en el joven del trébol, aunque no pudo engañar a su amiga.
-
¿Te gusta Jack? -la interrogó la pícara Josie.
- Por favor Josie... Es la
primera vez que lo veo... No lo conozco… Además, mamá sabe que voy a ingresar
al convento el año que viene -respondió Kathleen, simulando tranquilidad.
Pero
Josie, que conocía demasiado bien a su amiga y sabía que Jack estaba loco por
ella, la tomó de la mano y la llevó hasta donde estaba su ansioso pretendiente:
-¡Oh! Tonterías, Kathleen
–le dijo- ¡Vos no estás para ser monja! Vení, vamos
a encontrarnos con Jack… -y tomándola de la mano se la llevó con ella.
Jack,
tieso como una estaca, seguía mirándola a la distancia. Cuando Josie los
presentó, él intentó decir algo, pero no pudo, su lengua paralizada no lograba
articular una sola palabra. Ante la
sorpresa de Josie, Kathleen, decidida, rompió el silencio y se presentó ante
Jack:
-Hola Jack. Soy Kathleen Heavy.
-John Kenny –respondió cortés, tendiendo
su mano.
Josie
se alejó discretamente y los dejó solos. Pero no estaban tan solos, la que
permanecía atenta era la señora Kenny, que ahí cerquita nomás, seguía con su
mirada el comportamiento de su hijo, aunque también rastreaba a su hija May que
conversaba animadamente con Cristy Ryan, en tanto Patsy Murray continuaba
cantando la dulce melodía de amor. "La
amé cuando el sol resplandecía, la amé en el amanecer; pero mucho más la amé,
cuando el atardecer declinaba, murmurando su fin..."
“…I loved her when the sun was high,
I loved her when he rose;
But best of all when evening sigh,
Was murmuring at its close”.
Más
distante, pero no menos atenta, estaba la señora Heavy, que no perdía de vista
a Kathleen desde su lugar junto a la señora O’Dwyer, la que se mostraba
exageradamente orgullosa de la vocación religiosa de sus tres hijas. Ambas familias mantenían una estrecha
amistad, y a pesar de las excentricidades y los aires de superioridad de la
señora O’Dwyer (sabiéndose esposa del mayordomo de una de las estancias de los
Gaynor) la señora Heavy estaba agradecida por la amistad que las unía a sus
hijas, porque las chicas O'Dwyer, que eran mayores, recibieron una buena
educación de las religiosas irlandesas y contagiaban a las niñas más jóvenes
modales y costumbres refinados.
Al
declinar la tarde todos emprendieron el regreso a sus casas, Jack prometió a
Kathleen visitarla en el próximo invierno, y la señora Heavy -como buena madre
casamentera- recibió la noticia con satisfacción, en tanto Michael, su marido,
simplemente esbozó una leve sonrisa de aprobación.
EL
DIARIO DE KATHLEEN
Después
de la misión, todos los planes de Kathleen para ingresar a la orden religiosa
fueron trastocados: su vida había cambiado radicalmente. Cuando regresó, fue al
cajón de su cómoda y sacó el pequeño diario que le había regalado Miss Mary
Gaynor, sobrina de James Gaynor que había llegado de Irlanda después de su
orfandad.
El
librito estaba intacto y Katleen lo había conservado en blanco para cuando
ingresara al convento. Pero los tiempos reales no eran los que ella había
planificado. Los acontecimientos aceleraron los tiempos y ella sintió la
necesidad de confesar sus sentimientos a alguien muy íntimo. Cuando abrió el
diminuto cuadernillo su memoria la transportó a los recuerdos de su primera
maestra Miss Mary, quien después de dictar clases durante cinco años a los
chicos de la estancia se radicó en Buenos Aires. Ella le había escrito una
dedicatoria en la primera página del diario: “To Kathleen, the must lively and fairly little girl of the class
room”. El recuerdo de Miss Mary le arrancó algunas lágrimas cuando recordó
su obituario publicado por el “Cross” en noviembre del año anterior, y que ella
con delicadeza había recortado y pegado en la portada. Kathleen intuyó
entonces, que su querida maestra había muerto de pena. Su mirada diáfana, su
cabello tornado abruptamente gris, delataba la tristeza de su corazón. El obituario que estaba encabezado por una cruz celta, rezaba lo siguiente:
“Miss Mary Gaynor, who was born in
Co.Westmeath in 1829, came to this country in 1850 and returned her soul to her
Creator last Wednesday 17th of November. Miss Mary was in every sense a most
amiable and charming person, a cheerful and comprehensive teacher and a loyal
friend”.
Kathleen
comenzó a escribir sus vivencias el 27 de agosto de 1873: “Ayer Jack me dijo
que estaba enamorado de mí y me pidió que nos casáramos. Yo, como una tonta no
supe qué decirle. Si hoy me lo volviera a pedir, no dudaría en responderle que
sí. Cuando nos despedimos me dijo que si lo aceptaba, en la próxima primavera
visitaría a mis padres para pedirle autorización…"
LA
BODA
Kathleen
y Jack se casaron en Mercedes, PBsAs. el 05 de febrero de1880 y se radicaron en
Suipacha donde trabajaron en los campos de Santiago Murphy, hermano de Eduardo
Murphy, propietario de la Estancia "La Argentina" y hombre de ocupar
cargos públicos. Ese mismo año nació su primera hija: Bridget. Dos años más
tarde, habiendo aumentado la hacienda, decidieron arrendar campo en la zona de
Arrecifes, al estanciero Stegman, y en 1882 nació Kate Anne, su segunda hija.
Por
aquellos años, Eduardo Casey había adquirido campos fiscales en el sur de la
Provincia de Santa Fe los que ofreció fraccionados a sus paisanos irlandeses
que ambicionaban poseer su granja propia. John Downes, un irlandés nacido en
Moyvore, Condado de Westmeath, fue uno de los primeros compradores que confió
plenamente en Casey y compró una legua y media de campo. Posteriormente Downes le ofreció a la venta
una fracción de media legua a Jack Kenny, operación que llegó a concretarse con
posterioridad.
El
12 de octubre de 1882 Jack recibió un mensaje de Lawrence Casey, en el que le
transmitía la invitación de su hermano Eduardo para que integrara la comitiva
que partiría desde Buenos Aires vía férrea hasta Pergamino, el 19 de diciembre
y de ahí hacia los campos del Venado Tuerto en carruajes.
El
18 de diciembre Jack se había preparado para viajar a Pergamino. El tren
pasaría temprano por Arrecifes, de manera que ese atardecer se vistió con sus
mejores galas y esperó a que Frank Geoghegan lo acercara al pueblo, distante
unas cinco leguas. Kathleen estaba muy nerviosa ese día y no dejaba de ir y
venir de la cocina a la pieza donde acostó a las niñas, mientras Jack observaba
en silencio cada uno de sus movimientos a la espera de conversar con ella antes
de partir.
-
Kate... -le dijo- ¿Podés parar un momento?
-
Estoy muy ocupada...- respondió ella
sin mirarlo.
Ante
esta respuesta inusual, Jack fue hacia ella para calmar su ansiedad, y
acercándose por detrás la tomó de los hombros. Cuando ella se dio vuelta, Jack
descubrió que sus ojos estaban inundados de lágrimas. Era la primera vez que la
veía llorar. Es que Kathleen estaba angustiada por los rumores que corrían
sobre bandas de asaltantes que atacaban a los viajeros y no pudo disimular su
tensión. Todavía estaba vivo el recuerdo de la masacre de Tandil, un hecho que
marcó a muchas familias en la década del 70. Jack intentó serenarla con un beso
en la frente; le acarició las mejillas y alisó sus cabellos con ternura; ella
cubrió su rostro sobre su pecho y lloró desconsolada entre sus brazos.
Permanecieron un tiempo en silencio mientras entraba la noche impregnada de
aromas salvajes y sonidos armoniosos. De pronto se interrumpió el canto de los
grillos y los perros ladraron anunciado la llegada de Frank Geoghean.
EL
TREN
En
la estación ferroviaria Jack se encontró con su vecino Edward Cleary, otro
irlandés que había adquirido una fracción de campo en las cercanías del pueblo,
que también era de la partida. Cuando subieron al tren, se sorprendieron de ver
a toda la comitiva liderada por don Eduardo Casey en un ambiente festivo. Todos
hablaban y opinaban sobre la situación política del país, asociándola a
proyectos de trabajos e inversiones en los campos de Santa Fe. Se hacía
hincapié en la necesidad de continuar la construcción de la línea férrea desde
Pergamino hasta esa región, inquietud que Eduardo Casey había planteado a Dardo
Rocha, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En el coche comedor, que
estaba atestado de gente y mucho barullo, se había organizado una gran partida
de póker. Casey estaba ubicado en esa mesa, pero confesó que el poker no era su
fuerte. "No soy un jugador de poker"
dijo, mientras le alcanzaba una copa de champaña a Jack para brindar en voz
alta: "¡Slàite! señor Kenny... Sé
que usted jamás se arrepentirá de haber invertido en estas tierras... Ahora
disfrute usted de su viaje y hágalo con placer..." -Chocaron las copas
y bebieron el líquido espumoso mientras el traqueteo del tren avanzaba rumbo a
Pergamino.
Jack,
que era una persona muy sociable, estaba disfrutando el momento. Acostumbrado
al trato permanente con la gente de su comunidad, comenzó a añorar ese hábito
placentero cuando se internó en zonas más inhóspitas de la Provincia de Buenos
Aires. Lejos de sus familiares y amigos, debió adaptarse a las nuevas formas de
vida que le imponía un mundo más rudo y no menos sorpresivo. Ahora los
silencios y las costumbres de estas tierras alejadas de los ruidosos centros
urbanos, eran otros y él estaba dispuesto a asumir un mayor desafío personal.
El hecho de radicarse en zonas pampeanas más alejadas, donde la realidad era
totalmente distinta a las que ya conocía, lo llenaban de mayores
responsabilidades. Pero, afortunadamente, tenía el apoyo de Kathleen, que en
todo momento lo acompañó y alentó en sus proyectos. Desafiar a la naturaleza,
ir siempre adelante sin titubear, era más bien un proyecto de Kathleen, que él
asumía sin vueltas.
Al
atardecer el tren llegó a Pergamino y los viajeros se dirigieron al hospedaje
del pueblo. Allí estaban los carruajes y los caballos listos para la travesía
del día siguiente.
INICIO
DE LA EXCURSIÓN
El
sol todavía no había asomado y los viajeros se instalaron para desayunar en el
salón comedor. Allí estaba Micke Dinnen, el corresponsal del "The Southern Cross" y del "Westmeath News”, muy entusiasmado
con el viaje, al que en sus informes calificó de "placentero y audaz”.
En
su conversación con Jack-, le dijo que debía sentirse orgulloso de haber nacido
en esta tierra. "¡Nunca he visto una extensión tan grande de tierras! ¡Es
una bendición de la naturaleza!". Jack, que conocía las llanuras
ondulantes de Buenos Aires, no estaba sorprendido, pero sí ansioso por ver lo
que vendría, porque no se imaginaba una tierra plana de horizontes infinitos
como se las había descripto Don Santiago Brett.
Frente
al hospedaje, un grupo de gente de variadas edades se juntó para contemplar los
carruajes, dispuestos a iniciar la travesía. Era un espectáculo inusual para el
pueblo. La gente no estaba habituada a desplazamientos de gente foránea, que en
gran cantidad llegaba por ferrocarril. "¿Qué
estarán haciendo por acá tantos ingleses?"- se preguntaban, sin saber
que estaban frente a hombres que, desafiando las adversidades, aceptaban el
reto de ensanchar las fronteras de la pampa. Hacia allá iban, cargados de
proyectos y dispuestos a sortear todas las dificultades, con la esperanza de
alcanzar el éxito de su audacia y no rendirse ante quienes presagiaban el
fracaso.
Durante
todo el viaje Mike Dinnen y Jack tuvieron la oportunidad de entablar una
estrecha amistad. Jack concentraba su interés en saber de sus ancestros en
Kilmacnevan, Co. Westmeath, pero Mike muy poco podía aportar a sus
requerimientos, por cuanto había nacido en Cork, al sur de Irlanda. Por otra
parte, la isla había atravesado la más cruel hambruna de su historia, y como
queriendo eludir toda mención al drama de su patria, prefirió hablarle de sus
experiencias en Chile y de su proyecto de abrir una escuela en San Pedro, si
lograba que su hermano Peter emigrara a la Argentina.
Después
de unas horas de viaje, el calor agobiante los obligó a tomar un breve descanso
para refrescarse y permitir que los animales abrevaran en un pequeño arroyo
bordeado de arbustos. Mientras se resguardaban a la sombra de los matorrales,
sorpresivamente y sin que nadie lo advirtiera, apareció un jinete. El caballo,
con un brinco instintivo se fue hasta el agua y el gaucho extenuado se desplomó
inconsciente. Inmediatamente el postillón "Pancho"
Varela y el conductor Lauro Cisneros, acudieron en su auxilio y le dieron de
beber mojándole la cabeza y los pies para aliviarle la insolación. Cuando le
desprendieron la vestimenta,
"Pancho", con ojos exorbitados miró a los demás como pidiendo
auxilio: "¡Es un cura!"
-exclamó como si hubiese visto al mismísimo diablo. Los demás se miraron con
tono de humor, aunque guardaron silencio mientras Jack y Edward Murphy se
acercaron para calmar al supersticioso "Pancho",
cuyo hallazgo era sinónimo de desgracia.
El
hombre de contextura gruesa, morocho de piel pigmentada por el sol, fue tendido
cerca del agua. El calor sofocante obligó al grupo a permanecer más tiempo en
el lugar y a replantearse la necesidad de cambiar los horarios de viaje. La
carencia de árboles frondosos agravaba la situación, por lo que consideraron
más conveniente marchar a la luz de la luna. Esta iniciativa no fue aceptada
por los conductores, que no querían transgredir directivas de sus patrones
respecto al cumplimiento de los horarios, pero la intervención de Casey fue
fundamental y se avinieron a la propuesta.
Durante
el viaje el cura no articuló palabra debido a su congestión, y aunque lo
intentó varias veces, sus dichos eran incomprensibles. Uno de los viajeros,
imprudentemente comentó en voz alta: "it looks like he's tipsy", sin
saber que el religioso entendía el inglés mejor de lo que muchos suponían. El
sacerdote abrió sus ojos grandes, y mirando al hablador le apuntó el índice
derecho haciendo movimientos negativos, para confirmar que no estaba en curda.
La inesperada reacción del cura incomodó al desafortunado interlocutor y al
resto de los viajeros, agitados por el movimiento del carruaje que sufrían las
consecuencias del calor y la nube de tierra que flotaba en el interior del
vehículo. Murphy se cubrió la cara con un pañuelo intentando contener la risa
que le provocó la "metida de
pata" de su acompañante, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo, porque
cuanto más se reprimía, más se contagiaba.
-
Are you upset Mr. Murphy? - preguntó
Martin Dowling que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
El
cura abrió sus ojos saltones, y mirándolo a Murphy esbozó una sonrisa cómplice;
éste comprendió el guiño del cura y sin más trámites liberó su risa con una
carcajada que desconcertó al resto de los pasajeros.
-
¡Padre, usted se equivocó de vocación! -dijo Murphy dirigiéndose al sacerdote y
riéndose a más no poder- ¡Usted debió ser actor!
El
sacerdote intentó decir algo, pero fue presa de un ataque de tos, contagiado
por la risa descontrolada de Murphy. Ante el desorden desatado, Martin Dowling
le pidió a Fallon que ordenara al conductor detener los caballos porque el cura
se estaba ahogando. Fallon, que hablaba el castellano un poco mejor que los
demás, sacó la cabeza por la ventanilla y a los gritos conminó al conductor a
detenerse, pero éste soslayó su llamado y continuó la marcha a toda velocidad.
Al
atardecer la temperatura descendió y el sol bajaba lentamente como una gran
bola de fuego, presagiando la proximidad de la lluvia. Esa noche el viaje fue
lento, pero más aliviado. Al amanecer comenzó a divisarse el mangrullo del "Fortín Mercedes" reflejado
por los primeros rayos solares. Los caballos aceleraron su marcha, como si
supieran que ahí nomás, a muy corta distancia, les esperaba una jornada de
descanso, después de un largo viaje agotador.
EN
EL FORTÍN MERCEDES
La
galera en la que viajaban Don Eduardo Casey y el matrimonio Maxwell, entre
otros, fue la primera en llegar. Después lo hizo la segunda y finalmente la
volanta, que por su liviandad y rapidez actuaba de auxilio ante cualquier
contingencia.
Frente
al fortín, se había congregado un grupo de vecinos movidos por la curiosidad de
ver a los viajeros. Entre esas personas había una mujer que pedía a viva voz
hablar con el Diputado "Murpi". De inmediato el hombre público se
presentó y con esa rara mezcla que tenía de político, diplomático y militar, le
preguntó a la mujer en qué podía servirla.
- ¡A mí no me tiene que
servir nada!
-respondió la mujer un tanto ofuscada-
¡Lo que quiero es que usted le diga a mi marido que si sigue 'chupando', lo van
a mandar a la frontera!
-
¿Dónde está su marido, señora?
-preguntó Murphy interesado por el reclamo de la mujer.
-
¡En la comisaría! -dijo ella sin
titubeos.
-
¿Y qué está haciendo allí? -indagó el
Diputado, creyendo que estaba detenido.
-
Está de guardia... -aclaró la mujer,
para sorpresa de todos.
Las
preguntas iban y venían en medio de un fárrago de pedidos que la gente le
formulaba al Diputado, a quien se lo consideraba un político influyente. En
cierto momento Murphy se vio desbordado por exigencias absurdas, como la de la
mujer del policía alcohólico, que pretendía quitarle el vicio destinándolo a la
frontera. No obstante, Murphy opinó que tal vez el policía se iría gustoso a
pelear con la indiada, si eso lo alejaba de la irascible mujer. Cuando Murphy
le dijo que haría todo lo posible para que lo trasladaran al sur, ella se opuso
terminantemente diciendo que sólo quería asustarlo, no transferirlo, e increpó
a Murphy por pretender separarla de su marido. El tema dio mucha tela para
cortar entre los viajeros y cada vez que surgía algún entredicho relacionado al
carácter femenino, las chanzas irónicas apuntaban al diputado que las aceptaba
de buen humor. Pero lo que en realidad preocupaba al hombre público y
merecieron su intervención cuando regresó a Buenos Aires, fue el planteo de un
joven maestro de escuela, que cuestionó severamente el nombramiento de un Juez
de Paz analfabeto y la falta de un médico que atendiera la región.
En
otro aspecto, el que estaba de parabienes era el cura, que se sintió muy
animado cuando la gente se aproximaba para darle la bienvenida "al
padrecito" que les había caído de sorpresa. Debido a su estado de salud
suspendió la misión programada en la estancia de Michael Duffy, y continuó
hasta el Fortín Mercedes, donde llegó para sorpresa de los feligreses del
poblado.
Por
aquellos días, el médico del asentamiento se había ausentado y no se sabía por
dónde andaba y el sacerdote fue atendido por Doña Margarita Ponce, una anciana
mestiza cuyas artes curativas de insolación, culebrilla, verrugas y otras
menudencias, eran de la confianza de los lugareños. El cura, que conocía a la
mujer, se sometió confiado a sus cuidados.
Eran
las cinco de la tarde cuando los viajeros reiniciaron la marcha. En el
horizonte grandes nubarrones y relámpagos anunciaban la proximidad de la
tormenta, en medio de un calor agobiante, síntoma natural de las tierras planas
de la pampa.
Habían
iniciado la marcha cuando la tormenta se desató, y los baqueanos ubicaron los
carros de espaldas al sur, en tanto el viento furioso arrastraba pajonales y
nubes de tierra que impedían ver a corta distancia. Mientras llovía, los
viajeros permanecieron estacionados en el lugar hasta que se oyó la voz del
postillón azuzando a los animales y el inconfundible "¡arre!" del
conductor que reinició la marcha rumbo al fuerte San Juan Bautista Melincué. La
tarde agonizaba y el cielo se iluminó de estrellas. La gran tormenta se
desplazó hacia el Nor Este y la brisa fresca llegó cual preciado regalo para
los viajeros
Camino de la rastrillada
"Sobre la ancha
llanura
libra sin miedo campal
batalla
ya abate los fortines
avanzados,
abriendo brecha al galope de
una raza,
o rueda de improviso
sobre las poblaciones
descuidadas
y ambiente de botín y
ebrio
roba y asuela desde el
pingo y pasa.
¡Muchos cautivos hizo! Son
sin número.
Sus potros y sus vacas.
¡Es el señor indómito! ¡En
su trono
brillan al rojo sol cien
mil lanzas!"
La
lluvia había empeorado el terreno; los caballos no podían afirmar sus cascos
para avanzar con la rapidez que imponían sus conductores, entonces la marcha se
tornó lenta y azarosa. Apenas comenzó a clarear uno de los animales rodó;
abruptamente la galera sintió el sacudón y quedó clavada hacia un costado. Los
ocupantes trabajosamente descendieron mientras el animal caído se sacudía
tratando zafar de la maraña. Con gran pericia los postillones lograron evitar
que el resto de los equinos se desbocaran, y uno de ellos, de tinte bizarro y
pañuelo rojo en la cabeza, rápidamente peló la faca y en un santiamén degolló
al animal. Cuando la marcha se reinició, una bandada de caranchos revoloteaba
la zona.
El
tramo por recorrer era el más inhóspito de la travesía; había que sortear
senderos sinuosos cubiertos de pajonales y sectores plagados de maleantes. Los
postillones que tomaron servicio en Fortín Mercedes conocían muy bien el
territorio y no dudaban en tomar la iniciativa ante cualquier contingencia. Fue
así que a media mañana los jinetes comenzaron a hostigar a los caballos,
exigiendo más velocidad, y los carruajes comenzaron a sacudirse alocadamente.
A
la distancia, una gran polvareda como si fuese un vendaval, alteraba la quietud
de la pampa, en tanto que los guías pedían a los gritos, que nadie se asomara
por las ventanillas. Minutos más tarde comenzó a quietarse el ambiente y pudo
verse a la distancia a una bandada de ñandúes que se alejaba, perseguida por
hombres de a caballo que se dirigían al poniente. Dos jinetes, uno muy joven y
el otro entrado en años, se separaron del grupo y se acoplaron a la expedición
mientras le ordenaban a los postillones que detuvieran la marcha, pero éstos se
negaban mientras exigían más velocidad a las bestias. Ante esta situación,
Casey, como jefe de la caravana, ordenó detener la marcha e inmediatamente
descendió para dialogar con los perseguidores. Carismático y entrador como era
don Eduardo, saludó a los desconocidos que se mostraban reacios a dialogar. Después
de un momento de tenso silencio, el más viejo le preguntó a Casey qué
transportaban, a lo que éste les respondió que, "además de pulgas”, llevaban algunas botellas de caña.
Recién entonces soltaron una carcajada aceptando la broma y admitiendo que les gustaba
el aguardiente. Estaban en esas tratativas cuando Edward Cleary,
imprudentemente bajó de la galera y encendió la pipa. Inmediatamente los tipos
fueron tentados y también querían cigarros. Casey, que había olfateado el aroma
dulzón del tabaco, se dio vuelta y se sorprendió de ver a Cleary fumando a sus
espaldas, como si estuviera en un club Dublinés. Un poco fastidiado lo miró de
reojo, y con una dosis de ironía, le dijo:
- I believe you'll have to give up smoking, Mr. Cleary... (Creo que usted tendrá que
dejar de fumar señor Cleary)
- What's that Mr. Casey? (¿Qué sucede señor Casey?) Preguntó Cleary,
totalmente ajeno a la realidad.
-
They want a smoke!? (¡Quieren fumar!)
respondió Casey con énfasis, como hablándole a un sordo y remarcar el error de excitarles
el deseo de fumar a los forasteros.
- Very well, I have tobacco in my baggage that comes in the load wagon...
(Muy
bien, tengo tabaco en mi equipaje que viene en la carreta de cargas) -atinó a
responder Cleary.
-
También tenemos pitada... -dijo
Casey, dirigiéndose a los gauchos con el ánimo de entretenerlos mientras
aguardaban la llegada del carro carguero- Pero
lo tenemos en el último carro. aclaró señalando la retaguardia.
Los
hombres tenían un aspecto miserable y aunque calzaban armas blancas, se
mostraban pacíficos. Pero Casey, por la experiencia que adquirió en su primer
viaje unos años antes, sabía que debía anticiparse a los hechos y prolongó la
conversación.
- ¿Qué andan haciendo tan
lejos del poblado? - le preguntó
- Estamo vizcachando...-dijo el mayor.
- ¡Ajá!... ¿Y agarraron muchas vizcachas?
Preguntó Casey
-
Maomeno.... - respondió- hay q'esperar la oscuridá...
-
Veo que están cazando ñandúes… -acotó
Casey
-
Pa' bolearlas... ¡Ja, ja, ja, ja! -
dijo el más joven lanzando una carcajada
- ¿Y cuántas agarraron con
las boleadoras?
- Ninguna... ¡Ja, ja, ja,
ja! -
volvió a reírse el chico
- ¿No sabés bolearla? - preguntó Casey
-
Porque no haice caso... -aclaró el
otro
-
Deberías escuchar a los mayores,
muchacho... Los años no pasan al pedo... - soltó don Eduardo intentando
entrar en clima que amenazaba volverse denso, mientras el mayor se henchía de
orgullo por sus palabras. Sobre el pucho, Casey preguntó:
- ¿Hay matreros por el
pago?
- ¡No! - respondió el
mayor - Hace uno día andaba la milicada rastriyando el pago y tuitos se
rajaron...
- ¿Milicos?
- Si, de Melincué... Cada
tanto andan di'arriada pa' agarrar matreros...
-
¿Y a quién andan buscando? - insistió
Casey con la intención de tomar conocimiento de lo que ocurría en la zona.
- A lo hermano Ajcurra... - dijo el viejo - Se juntaron con lo infiele y andan piyando
crestiano pa' robarle...
Esta
gente se expresaba con precariedad, lo que mostraba que eran seres abandonados
a su suerte en medio de un desierto salvaje, donde se mezclaban prófugos de la
justicia, desertores, criminales y hasta víctimas perseguidas por caudillos
mafiosos que armaban bandas delictivas y los usaban para sus fechorías. Ellos
también huían de la civilización y buscaban refugio entre los indígenas, que
pacíficamente se asentaban a orillas de la laguna.
Cuando
llegó el carro con las alforjas, Casey ordenó la entrega de los porrones y la
caja de tabaco, que Cleary entregó con resignado pesar, al ver que con ellos se
iban la mitad de sus placeres.
- ¿Entonces no hay peligro
de que nos asalten? -volvió
a insistir Casey cuando le alcanzaba los obsequios al viejo.
- ¡No, siño'! - respondió el jovencito
- No joden más lo Ajcurra...
- ¿Los Azcurra? ¿Quiénes
son? -
quiso saber Casey
- Son bandido que andan
piyando el pago...
- ¿Los asaltaron a
ustedes?
- Aura no... Estamo'
armao'...
- aclaró el otro palpándose la cintura y ostentando la jefatura del grupo.
Con
gran entusiasmo el mayor tomó los porrones y los puso en una bolsa atada a la
montura y en la chuspa el tabaco y las cerillas. Luego, con una espolada
partieron a toda carrera al encuentro de sus compinches.
Más
adelante Casey daría su opinión sobre esta gente que vivía en la extrema
pobreza. ¿Quién podía interesarse por ellos viviendo en semejante precariedad,
sin otro bien que sus caballos, boleadoras y facones? Mucho tiempo después se
supo que los hermanos Azcurra eran dos forajidos de la época rosista,
cabecillas de una banda de delincuentes que se mezclaba entre la gente nómada
para burlar a sus perseguidores. Generalmente lograban eludir a la autoridad, ya
que en cierto sentido, protegían a sus forzados huéspedes. Capturar a estos
salteadores tenía especial valor para los milicos, porque se adueñaban del
botín y luego los volvían a dejar libres para que siguieran con sus tropelías.
Los Azcurra fueron capturados en varias oportunidades, pero al poco tiempo eran
liberados, por lo que se convirtieron en un azote para toda la región.
Declinaba
la tarde y el iracundo postillón del pañuelo rojo anunció con grito triunfal:
- ¡"El Hinojo"!
¡"El Hinojo"!
Estaban
a corta distancia de la Estancia "El Hinojo", de don Santiago Turner
enclavada en el corazón de las tierras del Venado Tuerto.
ESTANCIA
“EL HINOJO”
(Breve
resumen previo)
Cuando
Eduardo Casey define la compra de los campos fiscales en el sur de la Provincia
de Santa Fe, adquiere una porción de tierra donde funda la estancia "El Hinojo", cercana a la
laguna del mismo nombre. Para poblar y administrar esos campos, encomendó la
tarea a su amigo Santiago Turner, mientras él continuaba haciendo negocios en
Buenos Aires y Montevideo.
Fue
así que cuando Turner llegó a la zona, se encontró con que ya había habitantes
en las inmediaciones de la laguna, entre ellos don Agustín Correa, un herrero
habilidoso y excelente arriero, respetado por sus congéneres, quienes lo
consideraban "el cacique"
de la aldea. Este gaucho junto a José Flores, un baqueano algunos años mayor
que él, fueron la mano derecha de don Santiago en el emprendimiento encomendado
por Casey. Estos dos hombres habían conocido a Casey en la primera excursión
realizada en 1880, cuando los viajeros se extraviaron en las cercanías de la
laguna de Christophersen y ellos los guiaron hasta los campos del tuerto
venado.
CASEY
EMPRENDE SU SEGUNDA EXCURSIÓN
A
principios de diciembre de 1882, Casey comunicó a Turner de su segundo viaje a
los Campos del Venado Tuerto y envió un carretón con los elementos necesarios
para la estada de un contingente de aproximadamente veinte personas que lo
acompañaría en la travesía. Desde ese día la peonada que estaba a cargo de
Correa, dio inicio a las tareas de reparación y limpieza de los alrededores de
la estancia, donde debían prepararse habitaciones para los visitantes.
Fue
así que se blanquearon las casas, se revocaron algunos ranchos y se cambiaron
algunos palos del palenque; el aljibe lucía un nuevo crucero y el eje de la
roldana fue engrasado para que no chirriara. El patio del sector fue
rastrillado de malezas y las casas lucían relucientes; las piezas se fumigaron
para matar pulgas, chinches y garrapatas, que había en abundancia, y como dijo
don Agustín: "es gente de la ciudá y
hay que verse limpios y sanos", parafraseando el mensaje que Casey le
hiciera llegar con el carretero.
Por
especial encargo del señor Turner, el viejo Agustín estuvo vigilante en espera
del característico revoleo de tierra visto a la distancia, anunciaba la
cercanía de la caravana. Eran aproximadamente las seis de la tarde del 19 de
diciembre de 1882, cuando divisó movimientos en el horizonte.
Inmediatamente
encendió el fuego y clavó sendos espetones con tres corderos para que
estuvieran listos a la hora de la cena. Terminada la faena, y vistiendo sus
mejores prendas, al galope se fue al encuentro de los viajeros en compañía de
su segundo, el baqueano Bernardino Gauna.
Cuando
la caravana llegó a la estancia, fueron recibidos por Don Santiago y su
familia. La señora Mary y su hija María Ana prontamente atendieron a la señora
Anne Maxwell y la invitaron al interior de la casa, en tanto los hijos Guillermo
y Andrés ayudaban a liberar a los caballos y a descargar los baúles para
depositarlos en el interior de la vivienda, mientras los demás viajeros se
fueron acomodando en los cuartos de huéspedes, dedicándose a refrescarse en el
cuarto anexo a la cocina.
El
encuentro entre los viejos amigos fue emotivo. Hacía un año y medio que no se
veían personalmente, y a pesar de la comunicación epistolar que mantenían
permanentemente, Casey quedó asombrado por los progresos de la estancia. La
frondosidad del arbolado y el señorío de la flamante casa, fue uno de los
principales temas que abordaban los visitantes. Apoltronados en unos sillones
de mimbre ubicados bajo la amplia galería con frente al norte, conversaban
saboreando un whisky escocés mientras fumaban un habano, cuyo aroma dulzón
inundaba el lugar.
Frente
a las habitaciones de los peones, ubicadas detrás del cerco que rodeaba la
residencia, se tendió una mesa y se encendieron los faroles. Algunos
prefirieron reunirse alrededor del fogón para servirse de la estaca, en tanto
Casey y Correa junto con los jóvenes Turner, trinchaban la carne para servirle
a los "gringos", que no
tenían la menor idea de cómo manejarse para desmenuzar el asado. Durante la
comida la conversación giró en torno a los hechos acontecidos durante el viaje
y a planificar la recorrida por los campos de Loreto que debía iniciarse al
amanecer del día siguiente.
Servicial,
Doña Juana Correa escanciaba vino tinto de un barril y convidaba a los
visitantes. Los más acriollados se deleitaban empinando una bota española que
iba de mano en mano y según decían, la dejó olvidada un comerciante "gallego” que pasó por el lugar en
su camino a Chile.
Terminada
la cena algunos se retiraron a descansar y otros prefirieron continuar
compartiendo la tertulia al aire fresco. Entre el paisanaje reunido estaba Don
José Flores, el más anciano de los aldeanos, que recordaba haber guiado a Don
Eduardo dos años antes, cuando los viajeros confundieron la laguna del "tuerto venado" ubicada más al
sur, con la de "El hinojo".
Y el viejo gaucho dijo con picardía que "¡estuvieron
perdidos seis días! Iban de acá pa’yá, deayá pacá, como tropiya sin
madrina!", refiriéndose a la medición de los lotes. Casey terció para
aclarar que los campos se medían marchando una hora cada tres leguas, con un
aparato que coordinaba el tiempo y la distancia. "Fue un trabajo lento -dijo- y se hizo con mucho cuidado, lo que permitió obtener excelentes
resultados".
En
esta ocasión la excursión tenía por finalidad mostrarles a los interesados los
campos prolijamente amojonados y listos para ser trabajados. Para ello no había
mejor cuadro para mostrarle a los visitantes la obra de realizada por Don
Santiago Turner en la Estancia "El
Hinojo", donde la verde pradera mostraba las bondades de la tierra y
el frondoso arbolado proveía la sombra y el reparo necesarios en la inmensidad
de la llanura salvaje.
Más
tarde, y a pedido de uno de los visitantes, Don José Flores, que no sabía de
sus años pero que se estimaba eran muchos, relató su enfrentamiento con los
infieles cuando le chuzaron el cuerpo a lanzazos. El anciano, cuyas cicatrices
mostraba orgulloso cual signo de guapeza, causó asombro y despertó el interés
de los presentes. Michael Dinnen, hombre de letras y conocedor del idioma español,
hacía de traductor para los extranjeros, pero si el gaucho usaba términos
coloquiales, el que traducía era Don Eduardo.
Mientras
el gaucho veterano avanzaba con su relato y mostraba las cicatrices, uno de los
presentes se desplomó. Algunos dijeron que era por la bota que había empinado
en exceso, pero otros más benévolos, opinaron que se asustó creyendo que los
indios merodeaban el lugar. Lo cierto es que el hecho favoreció a Casey, que de
inmediato sacó una botella de whisky y le sirvió un trago al gringo "pa' subirle la presión". El
remedio dio resultado, porque el hombre durmió como un angelito y no se
despertó hasta el amanecer. Aprovechando la oportunidad, las damas se retiraron
y la señora Anne Maxwell cuando fue a despedirse de su marido, muy sutilmente
le susurró al oído: "Don't forget
your prayers". El hombre asintió con un movimiento de cabeza, pero
dudó que pudiera rezar un Ave María.
La
noche cálida y serena de ese 19 de diciembre de 1882, invitaba a los
melancólicos soñadores a continuar la conversación. El brillo de la luna
envolvía esplendorosa la llanura pampeana, y las estrellas, contagiadas por la
magia poética, parecían querer desprenderse del firmamento. Entonces Don
Agustín Correa sugirió a su ayudante Bernardino Gauna que los animara con
música y canciones. Sin hacerse rogar, el improvisado músico tomó la viola y
entonó una milonga triste. Luego siguió con una vidala cadenciosa, que todos
escucharon con nostálgico silencio.
El
largo viaje doblegó a los viajeros, que sin resistencia se entregaron al sueño
reparador, mientras los más curtidos continuaron conversando hasta la
medianoche. Luego la quietud y el silencio fueron invadidos por melodiosos
cantos de los insectos y el chillar de pájaros menores alarmados por los búhos
cazadores.
Al
día siguiente les esperaba una larga y fatigosa jornada.
EL
AMANECER
Con
las primeras luces del día, los pájaros iniciaron su ruidosa faena. Chimangos y
caranchos se comunicaban con sus pichones hambrientos, emitiendo molestos y
ensordecedores chillidos, mientras revoloteaban buscando comida.
Desde
muy temprano el ambiente se había impregnado con olor a humo. El fuego para el
mate estaba en marcha y el murmullo de conversaciones sigilosas, mezcladas con
algunas bromas risueñas, marcaba el inicio de los trabajos del día.
Entre
bostezos y algunos estornudos sonoros, los gringos comenzaron a desperezarse.
Inconfundible, se oyó la voz grave de Don Eduardo cuando se fue hasta las casas
de los peones a tomar unos amargos junto al aljibe; allí planificaba la primera
recorrida con el mayordomo. Una hora más tarde, Casey, Murphy, Dowling, Kenny,
Fallon, Mac Loughlin y Geoghegan estaban en camino secundados por cinco peones.
Dinnen, Gahan, Cleary, Brett y Maxwell y su esposa, prefirieron quedarse y
recorrer los alrededores.
Como
a Don Eduardo le gustaba cabalgar, prefirió hacer gran parte del recorrido a
caballo, "tanto como para aflojar
las nalgas". Los que montaron durante todo el recorrido fueron John
Kenny, Michael Fallon, Martin Dowling y Pat Joe Geoghegan, que se sentían más cómodos
sobre los recados, evitando tener el culo sobre los duros asientos carreteros.
A
poco de andar, se encontraron con una tropilla de caballos salvajes, hermosos
ejemplares blancos, con sus crines al viento jugaban y brincaban persiguiendo a
una yegua tobiana. Los animales, inquietos por la presencia extraña, se
detenían ocasionalmente para observar el movimiento de la caravana.
De
pronto, Jack Kenny y Pat Joe Geoghegan, compitiendo entre sí, salieron a toda
carrera detrás de la tropilla jugando a quién la alcanzaba primero. Pero los
cimarrones llevaban mucha ventaja; se movían con tanta libertad, que
abruptamente giraron hacia la izquierda y desaparecieron detrás de los juncales
que ocultaban la laguna.
En
esa carrera loca, perdices y liebres salían espantadas por los cuatro costados,
y los jinetes sintiendo el placer de niños traviesos, reían gozosos de la
libertad que les ofrecía la generosa pampa.
Ciertamente,
la sensación de libertad que se percibía no tenía comparación. Los hombres
desearon quedarse más tiempo contemplando la naturaleza, disfrutando de la
quietud, interrumpida por el suave y cálido viento norte que invitaba a la
meditación. "Sin dudas -pensó Jack -
Dios está aquí, en este silencio, en esta inmensidad de la naturaleza".
Por
un instante ambos jinetes sintieron la necesidad de agradecer, y como un solo
hombre se apearon y rezaron con unción. Estaban agradecidos al Creador por su
bondad y por tanto desafío. Allí, cual paraíso terrenal en pleno desierto,
surgía un plan de vida para ellos; eran los elegidos para poblar este suelo.
- ¡Amo este lugar, Pat! -le dijo Jack a su
compañero- ¡Es todo tan verde! ¡Tan
cristalinas sus aguas! ¿Te diste cuenta de la gran variedad de pájaros y
pequeños animales salvajes que salen por todos lados? ¡Es vida, Pat!
-terminó con vehemencia.
Jack,
en cuclillas junto a Pat Joe, con los brazos apoyados sobre sus rodillas,
contemplaba el lago. En sus pensamientos estaban Kate y las niñas. ¡Oh, cuánto
las extrañaba! Siempre las tenía presentes en cada uno de sus actos mientras
planificaba para sí: "Allí, cerca de
la laguna construiré la casa y los animales tendrán pasto y agua en
abundancia". Cuando le contara a Kate seguramente ella, que era mucho
más aguerrida y emprendedora que él, aprobaría sus planes y no escatimaría
esfuerzos para lograrlos.
Pat
Joe seguía atento a todo lo que le decía su amigo, pero no sabía qué
responderle. Se preguntaba ¿Qué era lo que sentía Jack? ¿Qué era lo que lo
atraía tanto de esta tierra? En su intimidad, confesaría tenerle un poco de
envidia. ¡Cuánto hubiera querido sentir lo mismo que Jack! Ambos conocían los
campos de Buenos Aires, ondulados, con sus ríos y arroyos de variados caudales,
pero nunca habían visto una tierra tan plana, como solía describirla Jack: "a flatt ground", donde
parecían no existir fronteras.
Tiempo
después Pat Joe comprendería que sus caminos no eran los mismos. Jack estaba
destinado a habitar esta tierra, y él, a pesar de ser irlandés, se sentía parte
de Suipacha donde se había asentado con su familia. Jack en cambio, como buen
argentino, amaba esta tierra como ninguno.
¡Y
esta era la primera oportunidad que tenía para convertirse en "land owner"! Todo era
novedoso e intrigante, era como internarse en un laberinto, y a Jack le gustaba
explorar todo lo desconocido.
Más
tarde, de regreso, mientras los jinetes se aproximaban a la caravana a todo
galope, Don Eduardo, con su sombrero en alto y su cabellera entrecana al
viento, los saludaba con desbordante alegría:
"Hi! fellows! That's great! Enjoy yourselves, and feel the free land you have the
chance to live on!"
A
la hora de almorzar, una media res de ternera que don Agustín había ordenado
preparar, fue motivo para conversar sobre las bondades de la tierra y las
posibilidades que tendrían quienes pretendían trabajarlas.
A
los "gringos" les
interesaba escuchar a los peones. Ellos conocían el lugar, aunque no habían
nacido en él, pero habían vivido el tiempo suficiente para opinar sobre sus
ventajas y sus riesgos.
Entre
el paisanaje había dos mozos entrerrianos, que hablaban solamente lo necesario,
pero que habían demostrado tener gran habilidad para la supervivencia. Antes
habían pelado y cuereado con increíble habilidad, una veintena de perdices y
algunas liebres que cazaron con sus boleadoras, montados en un gateado
liebrero. Por la tarde apresaron algunos bichos más, los suficientes para
preparar una buena comida para la noche. En reconocimiento a la habilidad, y en
tren de bromear, los muchachos fueron nombrados "caballeros de caza mayor", y desde ese día se encargaron
de la provisión de víveres para el "ranchero" Prudencio Cisneros.
Don
Prudencio era un criollo curtido que había llegado al fuerte Melincué,
contratado por un colaborador del Ingeniero Guillermo Wheelwright, para que
atendiera a un grupo de topógrafos que estudiaba el terreno de la futura red
ferroviaria.
El
criollo era de aquellos hombres que conocían las más recónditas intimidades de
la tierra. Amante de la naturaleza, se desvivía por aprender todo sobre la
evolución de las especies y los nuevos descubrimientos de la ciencia.
Sorprendió a los presentes cuando relató que en la Patagonia había desembarcado
un tal Dargüin, un científico inglés que sostenía que nuestros antepasados eran
monos. ¡Ni qué decir de las respuestas que tuvo la teoría y la polémica que
desató! ¡Nadie quería ser hijo de monos! Entonces el tema terminó entre bromas,
y cada uno guardó celosamente su opinión sin darle mayor importancia al tema.
Lo
que despertó el interés de todos, fueron los conocimientos que demostró tener
este auténtico gaucho pampero sobre las especies animales de la región.
Descolocó a quienes hablaban de avestruces, cuando en realidad se trataba de "ñanduces", como decía él.
Pero no se detuvo allí en su coloquio y recordó que en cierta ocasión, cerca de
la laguna del "tuerto venao",
un muchachito llegó corriendo muy asustado al campamento, tan pálido y agitado
que parecía no tener sangre, mientras se esforzaba por explicar lo que acababa
de encontrar. Decía que había visto un enorme león devorándose un ternero junto
a la laguna. De inmediato todos montaron sus pingos y partieron al lugar.
Cuando llegaron, se encontraron con un mísero gato montés que, de tan arruinado
que estaba, logró derribar a una pobre vaca vieja que sucumbió rápidamente. El
gato, que se había cansado tanto para derribarla y en comer un poco de su carne
dura, estaba echado, con la lengua afuera y casi sin fuerzas para levantarse.
En
este tramo del relato, uno de los peones no resistió intervenir, y con esa
picardía criolla tan arraigada, comparó la situación del gato con la virilidad
del hombre.
-
¡La pucha! -se lamentó- ¡Tanta juerza al
pedo pa' comer carne dura!
El
comentario movió a risa y todos festejaron la ironía del gaucho. Luego
siguieron otros, hasta que por fin Cisneros pudo continuar con su historia. "El gato - dijo - a pesar de estar arruinau se paró y quiso
escapar, pero las boleadoras del Cirilo Charras le dieron en las patas y el
animal cayó redondo, mientras el chuzo del chino Barrios se le hundía en el
corazón y lo dejó frito". Con este relato, don Prudencio daba otra
lección. En la pampa no había leones ni tigres, sino pumas, gatos monteses y
abundantes "gatos pajeros", llamados
así por estar siempre agazapados entre los pajonales.
Mucho
más tenía el hombre para relatar sobre la vida animal, pero la tarde se había
puesto extremadamente calurosa y los "gringos"
que no estaban acostumbrados a permanecer tanto tiempo a la intemperie, se
acostaron a dormir una siesta reparadora.
La
tormenta
Pasaron
las horas y el sol se ocultó detrás de grandes nubes que descargaban relámpagos
con furia. De pronto comenzó a soplar viento fuerte y la gente se refugió en la
carpa estaqueada junto a los carros. Enseguida comenzó a llover y se armó la
tertulia en derredor del brasero.
Era
de noche cuando dejó de llover. Los faroles iluminaron el campamento y el
ranchero preparaba la comida. Sentados en círculo, el paisanaje charlaba entre
mate y mate; más allá, Don Eduardo le daba al whisky platicando en inglés con
sus congéneres.
De
pronto se oyó rasguear una guitarra y el canto de una zamba. Los gauchos,
propensos a creer en mitos fantasmales, aliviaban con versos las penas de los
espíritus errantes cual se fueran plegarias reparadoras.
Decían
que por allí, en noches de luna llena, campeaba el pago una madre en busca de
su niño perdido. Andrajosa, el ánima desconsolada vagaba llorando la ausencia
de su angelito. Arraigo de la estirpe gaucha, la creencia se fue trasmitiendo y
no hay campamento donde brille la luz de un fogón, donde no se recuerde, por
mito o por tradición, al angelito cautivo:
Se vino la noche copandose
al sol,
y sobre los campos su
manto tendio.
El ojo 'e la luna se puso
a vichar,
farol de los gauchos en la
oscurida.
Por el sendero
gimiendo va
una carreta que va pa'l
poblao
hamacandose de aqui para
alla
mientras sentao en el
pertigo va
el viejo Pancho Aguara.
Campiando un cariño, por
las sierras va
el alma de un gaucho por
la oscurida.
Comentan los viejos
santiguandose
que busca un cariño que
murio por el.
Viejos recuerdos de
tradición
que se han metido en el
alma, y así
se escucha decir con gran
devoción,
y en las noches de mi
pampa oi
cantar juntito al fogon...
Pero
enseguida se cambió el repertorio y con espíritu festivo, los ánimos se
alegraron con cuecas y rancheras.
La
iniciativa fue contagiosa, y Martin Dowling, dejando su enorme pipa humeante,
sacó su armónica y también fue de la partida. Con un ligero "Jigg" bailoteaba al compás de
la música, animando a la audiencia que lo seguía con palmas y algunos gritos
camperos. Para no ser menos, sobre el pucho abandonó su armónica y cantó una
canción melancólica que sólo algunos entendían, pero que fue aplaudida por
todos.
Una
cena muy especial
El
suculento guiso de perdiz fue acompañado por un plato especial de pescado, que
según el ranchero lo habían atrapado en la laguna. Eduardo Murphy, que se
jactaba de ser un buen pescador en Saladillo, fue el que más lo elogió. "No tiene nada que envidiarle al
pescado de mar" -dijo chupándose los dedos- "¿Qué pescado es?" -preguntó. "Trucha lagunera" respondió don Prudencio, tanto como
para darle una respuesta a Murphy, que se fue a dormir convencido y muy
satisfecho de haber comido su plato favorito.
La
noche fue avanzando y poco a poco se fueron entregando al sueño. Dowling se
alejó un poco más, buscando refugiarse en la profundidad de la noche y
encontrase a sí mismo; a la distancia se oyó su armónica entonando una suave
melodía de la lejana Irlanda.
Por
la mañana muy temprano comenzaron los preparativos para continuar la recorrida
hacia los campos de "Loreto".
Kenny, Fallon, Dowling y Geoghegan estaban ensillando sus caballos cuando se
acercó Don Prudencio con un lagarto muerto que -según dijo- habían cazado los
gurises entrerrianos. El aspecto del reptil, al que le faltaba la cola, era
repugnante. Los muchachos lo miraron y arrugaron sus narices con asco, en tanto
el ranchero, con sus ojitos achinados y un “grin”
malicioso que brotaba de su boca de dientes grandes, ponía al descubierto la
receta de la noche anterior. Repentinamente Fallon se retiró apurado hacia un
costado y comenzó a las arcadas afectado por una feroz descompostura, mientras
los otros se desternillaban de la risa. El ranchero, viéndose en apuros, se fue
a pasos acelerados cuando recordó que Fallon había compartido el "plato de pescado" con Murphy.
Fue
otro aporte de Cisneros a la convivencia en pleno desierto pampeano.
Certificado Acta Casamiento de Juan Kenny y Catalina Hevey |
Daniel O'Brien Keenehan y Pedro Downes Heffernan |
Laurence Ginell en Venado Tuerto con el Rvdo. Juan Sheehy año 1921 |